Santiago salió a caminar pues se sentía abrumado, quería estar
solo, o tal vez no. Llovía.
Fue un pensamiento el que logró quitarle el sueño: el tiempo
que transcurría inexorable y la felicidad que no asomaba a su vida.
Dueño de un corazón endurecido no se resignaba sin embargo a
no sentir otra vez amor; este hombre de cincuenta y tantos años, soñaba con
aquella mujer que despertaba a su lado, y conversaban, reían, lloraban, leían, hacían
el amor, escuchaban música, miraban películas o una obra de teatro, viajaban
por el mundo o tan solo caminaban por la playa, tomados de la mano, en silencio
mientras sus almas definían sus destinos.
Y esa noche algo sucedería, estaba escrito en el cielo…
Mora salió a la calle, agobiada por la estrechez del
departamento que habitaba en forma provisoria. Era una joven de treinta y
tantos años, cuya meta era ser feliz y amada.
Su vida transcurría serena, con su familia en la gran casona
del campo, sus perros y sus plantas.
Pero una mala noticia aquella mañana, hizo trastabillar la
armonía de aquel mundo.
Sintió que alguien se olvidó de ella.
Y cuando la soledad la estaba hundiendo en el más horroroso
de los infiernos, fue su amor a la vida la que la empujó hacia afuera, mientras
la lluvia comenzaba su danza.
Y sintió el viento
meciendo su larga cabellera negra, las gotas de agua recorriendo su cuerpo, los
sonidos de los autos, las voces anónimas, los gritos y las sirenas, la música
estridente saliendo de los locales nocturnos.
Y comenzó a bailar y correr y correr sin detenerse, riendo,
llorando; y corrió y corrió con los brazos abiertos, como queriendo tomar
todo.
Más la loca carrera se interrumpió al chocarse con alguien
que se cruzó en el camino.
Al abrir los ojos, se encontró con la mirada más dulce, la
que soñó desde que era una niña sensible y solitaria, soledad que gestó su
maravillosa vida interior y su imaginación prodigiosa.
Y él vio en esos ojos marrones al amor que tanto ansiaba, su
mirada lo llevó a los confines del
Universo, donde se guardan todos los secretos.
Las letras brotaban como manantial de su corazón pues quería
regalarle allí mismo, los poemas más hermosos que un hombre podía escribirle a
una mujer.
Y así se quedaron, sonriendo, mirándose sin hablar,
reconociéndose.
-Hola, me llamo Santiago.- dijo él luego del largo silencio.
-Hola, soy Mora.- respondió ella mientras se soltaba de los
brazos de aquel extraño que la sostenía.
-Quiero pedirte disculpas por interrumpir tu paso pero es
que estabas a punto de cruzar la calle y me pareció que tus ojos estaban
cerrados.- dijo el hombre con una sonrisa franca.
-Gracias.- dijo mientras intentaba acomodar su ropa
completamente mojada.
-Estás empapada mujer, déjame invitarte con una taza de
café.
A dos cuadras hay un bar muy cálido, conozco a la dueña, te
permitirá secarte y te dará ropa seca.-
Ella lo miró otra vez pues no estaba segura de aceptar el
convite de un extraño.
-Quédate tranquila, es solo café y charlar, no soy de hacer
esto tampoco pero tus ojos, tu mirada me ha conmovido. Tienes algo especial y
no me preguntes que es. Además siento que necesitas ayuda y si me lo permites,
quiero hacerlo.
Acabamos de entrar en nuestras vidas, tú en la mía y yo en
la tuya.- dijo.
La joven, impactada por aquellas palabras dijo:
-¿Es hacia allá, no? Se llama “Bahía”. Lo conozco.
Sonrieron y comenzaron a caminar juntos hacia el lugar.
Una vez allí, Cecilia, la dueña le permitió entrar al
toilette de su oficina para secarse y le ofreció ropa.
Mora salió luego de un rato, seca y con vestido corto que le
dejaban ver unas esplendidas piernas.
Se sentaron cerca de una de las chimeneas.
-¿Estás bien Mora? Pedí dos cafés, ¿irlandeses está bien?-
La muchacha respondió asombrada:
¿Cómo sabías que…? Y
se calló. Su corazón comenzó a latir aceleradamente.
La mirada de ella le inundaba el corazón de amor, la mirada
de él la seducía de una forma casi mágica.
El mozo dejó los jarros sobre la mesa mientras la música,
suave y tenue lograba el ambiente ideal para que todo fuera realidad esa noche.
Y conversaron por horas, rieron, se emocionaron,
compartieron amaneceres y atardeceres, anécdotas y recuerdos, música y poesía,
lugares.
Los primeros rayos del sol comenzaron a asomar y aquellos
destellos dorados iluminaron sus felices rostros.
Y fue sin querer que rozaran sus manos, pues el Universo
había decidido participar de aquella unión.
En ese instante el mundo se detuvo para ellos.
Sin hablar se pusieron de pie y el abrazo que se regalaron
fundió sus cuerpos, se transformaron en Uno.
El beso estalló en sus angeladas almas, mientras los sonidos
del Cielo estremecían sus cuerpos.
Y los mundos de Mora y Santiago se poblaron de cielos
diáfanos, noches estrelladas, mares azules y blancas arenas, arenas que
invitaban a sus cuerpos desnudos a bailar con el mágico sonido de la eternidad.
Aquellos dos extraños se enamoraron para siempre...
Ambos abrieron los ojos al mismo tiempo.
Santiago se sentó en la cama y sintió que ella había ocupado
todos los espacios de su vida, los vacíos habían desaparecido, la dureza de su
corazón había cedido, su alma sonreía otra vez.
Reconoció la felicidad que anhelaba en ella, esa chica, la
del sueño.
Ella en el cuarto de aquella clínica, sintió que el amor
profesado por aquel hombre era el más profundo que había conocido.
Y sintió la necesidad de conocerlo. Era un motivo más para
recuperar su salud.
De pronto se dieron cuenta al mismo tiempo que el futuro les
tenía deparado algo juntos. No sabían exactamente qué pero estaban seguros de
querer averiguarlo.
El la buscaría sin prisa pero sin pausa.
Ella se dejaría encontrar.
El tiempo era de ellos.
En esta o en otra vida, el día llegaría.
F I N
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