domingo, 24 de abril de 2016

HIJO sin nombre.




-¡Enciende la luz, por favor, enciéndela que hace frío!
¿Madre? ¿Estas allí? ¿Por qué no me haces caso?
Tengo miedo, no puedo dejar de tiritar y está muy oscuro aquí.
Me siento solo, por favor, abrázame, siento que caigo.
Madre… ¿Es que ya no me amas?
Madre… ¿Qué has hecho? ¿Por qué no has permitido que te mirara a los ojos?
¿Por qué no quisiste conocerme?
Te amo, te elegí para que fueras mi madre y me ayudaras con mis primeros pasos y secaras mis lágrimas. El día de mañana hubiera hecho lo mismo por ti.
Para que riéramos, jugáramos, creciéramos juntos…
Ibamos a ser felices.  
¿Pero sabes Madre?…te perdono.
Y ya no te angusties, no llores.
Ve tranquila que aquí se hizo la luz y muchos niños y niñas comenzaron a rodearme. No estoy solo. Siento calor otra vez.
Gracias por esos días en tu vientre.
Solo una pregunta: ¿Como me hubiera llamado? 
Ya no importa madre. 
Adios...
Tu hijo sin nombre

 



jueves, 14 de abril de 2016

LA MASCARA



María contemplaba las cicatrices en su frágil cuerpo desnudo mientras lloraba las marcas que rajaban su alma.
El espejo roto y sucio le traía a la mente aquellos atroces momentos de llanto y horror.
Los recuerdos de las golpizas recibidas a manos de su esposo lograban hacerla temblar. Y no era por el frío gélido.  
Más recordar el día que dejó de hacerlo le sacó una sonrisa sombría, una tétrica mueca…

Aquel amanecer,  Arquímedes había llegado más ebrio que de costumbre y con una de las prostitutas del burdel del pueblo.
María, al verlo solo atinó a ocultarse por lo que se levantó de la cama nupcial y se escondió en el cuarto de baño.
El hombre con su puta del hombro entró al cuarto y en medio de un griterío inentendible hizo que aquella mujer se desnudara y lo aguardara en la cama mientras, zigzagueante, se dirigía al baño.
Al entrar, escuchó un leve sollozo detrás de la cortina de la bañera.  Se acercó, la corrió y vio a su mujer dentro de la tina.
Preso de ira y atiborrado de alcohol, el hombre tomó la silla y comenzó a golpearla con furia ciega hasta desmayarla.
Se despertó muy confundida y con dolores desgarradores. No sabía cuanto tiempo habia pasado.
Como pudo se levantó y comenzó a caminar.
Al pasar frente al espejo vio horrorizada las heridas cortantes en su cabeza, cuello y rostro que era ya una masa sanguinolenta.
Siguió su paso hacia el cuarto, extrañamente silencioso.
Allí encontró en su cama a aquella prostituta, desnuda y con una daga clavada en el pecho, el charco de sangre llegaba hasta la puerta.
Comenzó a gritar pero su debilidad era extrema y se desmayó otra vez.
Despertó en una cama de hospital.
Confundida y mareada quiso levantar su brazo derecho pero no pudo, en su muñeca tenía una esposa que se lo impedía.
Fue la enfermera la que se acercó y le dijo:
-¡Buen día María! Quédate tranquila por favor que ya estás fuera de peligro. Y quiero decirte que todos aquí te admiramos, lo que has hecho es de una valentía sin igual.-
Confundida, la mujer le preguntó:
-No recuerdo nada, por favor dime que hice.-
-¿En serio no lo recuerdas? ¿No recuerdas haber matado a esa maldita puta que estaba en tu cama? Eres valiente. – exclamó.
María la miró a los ojos y sintió que no le mentía.
Se quedó en silencio por algunos minutos hasta que le preguntó:
-¿Y mi esposo? ¿Dónde está él?-
-Ese infame…pues te diré; desapareció del pueblo, nadie más lo ha visto desde esa noche, te ha tomado miedo seguramente…- terminó diciendo la enfermera.
-Todos esperamos que el juez sea benevolente contigo, el pueblo te apoya.-
-Pero yo no maté a nadie, ¿Edith te llamas?-
-Sí, ese es mi nombre y aquí todos te apoyamos, pues, también ¿Cómo tuvo el coraje de acostarse en la cama de una mujer respetable como tú? Habrase visto.- terminó diciendo algo ofuscada.
-Pe…pero fue mi esposo el que la llevó y...yo no la maté.- dijo con voz quebrada.
-Bueno, bueno, ahora debes descansar, ya te di un relajante para que duermas.- dijo mientras le acomodaba la manta, le sonreía y salía de aquel  cuarto.
María habría entrado en pánico si no hubiera sido por la inyección que le administraron.
Al día siguiente se despertó con voces extrañas muy cercanas.
Perdida como estaba la sentaron, la higienizaron, la vistieron y la ayudaron a ponerse de pie.
Al llegar a la puerta, un agente lo colocó las esposas mientras los flashes de las cámaras estallaban en sus ojos, perturbando seriamente su visión.
Se sintió aliviada cuando subió al carro policial...

Se despertó en la cama de una fría y oscura celda.
Lloró durante tres días.
Al cuarto día se le acercó una reclusa de gesto severo, adusto que le comenzó a hablar.
-Niña, sé que quieres morirte pero eres joven.
En siete años saldrás pero si te portas bien en cinco estarás otra vez en la calle. A ver cuéntame la historia.-
La joven le contó lo ocurrido mientras bebía agua y comía su primer trozo de pan en días.
-¿Mi consejo? Debes vengarte de ese hijo de puta. Ha matado a esa pobre prostituta y ha arruinado tu vida. Haz bien las cosas aquí y prepárate para el día que lo tengas frente a ti.-
La joven pensó en lo que dijo y se dio cuenta que tenía razón, la venganza es lo único que la mantendría con vida.
Pasaron cuatro años y salió libre pues no había habido comportamiento más ejemplar que el de ella en aquella prisión.
Era otra mujer, una María muy distinta a la que entró al presidio.
Ahora era alguien seguro, decidida, valiente y con un solo objetivo entre ceja y ceja.
Tomó el primer tren con destino Venecia pues sabía que estaba allí.
Casado otra vez y con los mismos problemas de alcohol y violencia.
Su actual esposa, Sofía, se había contactado con ella para conocer la verdad sobre lo ocurrido. Al saberlo, conmovida terminaron ideando el plan para vengarse.
Al llegar se hospedó en un modesto hotel y aguardó hasta la noche. Asistiría a una fiesta de disfraces invitada por Sofía.
A las diez en punto salió a la calle con su esplendido traje y su clásica mascara.
Llegó, subió los diez escalones y entró al gran salón en medio de una gran multitud.
Buscó con la vista a Sofía y caminó hacia ella.  Le señaló donde estaba Arquímedes.
Poniendo en juego toda su capacidad de seducción comenzó a acercarse a él. Al llegar le dijo al oído con sensual voz.
-¿Buenas noches, te gusta?-
Le había tomado con fuerza el pene con la mano izquierda.
El hombre se excitó sobremanera y sin decir palabra buscó los senos que se ofrecían de forma generosa pues el escote era por demás amplio. Su aliento olía a alcohol.
Se acariciaron frente a todos, algo que no le importó a nadie.
-Vamos a un cuarto en el piso de arriba.- dijo él.
Ella lo siguió.
Al entrar, Arquímedes le pidió se sacara la máscara.
Ella no le hizo caso y comenzó a desvestirse hasta quedar desnuda con la cara sin revelar.
-Ahora desvístete tu y acuéstate en la cama que tengo una sorpresa.- dijo con voz envolvente, casi religiosa.
El hombre corrió a hacerlo mientras ella lo miraba con repulsión y odio.
Una vez listo, le pidió se dejara atar por las muñecas al respaldo de la cama.  Accedió.
Amarrado y desnudo estaba a merced de María.
-¿Estas listo? Preguntó ella.
Esta vez la voz le pareció conocida.
Se descubrió.
Al verla, intentó por todos los medios liberarse de sus ataduras. Más no pudo.
Ella, muy tranquila, sacó una daga de entre sus ropas, se la enseñó y la pasó por su pelvis.  El hombre dejó de moverse.
 -¿Solo dime porque?- preguntó María.
-Yo te amaba mujer, eras la única…- no terminó la frase ya que la mujer le clavó el cuchillo en el vientre.
Comenzó a sangrar profusamente y a maldecir a los cuatro vientos. Mas nadie podía escucharlo pues el sonido de la música era estridente.
-¿Por qué me pegabas?-  
-Ramera, puta, mal nacida, me heriste…me cortaste….- gritaba pero no terminó de hablar ya que  ahora le clavó la daga en su pie derecho.
En medio de gritos de dolor e insultos, ella volvió a preguntar:
-¿Por qué permitiste fuera presa por algo que tú hiciste?-
-Estaba borracho, no sabía lo que hacía…perdón…yegua inmunda, perra.- gritó entre sollozos.
Esta vez, la daga se metió en su sien.  Todo había terminado.
María se quedó mirándolo.  No sabía si ponerse feliz, triste, horrorizarse o arrepentirse.
No sentía nada en su corazón, estaba vacía. Ese engendro de ser humano le había arrebatado la  vida. Ya nada le importaba. Se acostó al lado del cadáver y aguardó a ser encontrada…
La sentencia fue reclusión perpetua.
Terminaría sus días sola en aquella celda con su espejo roto. 
No habló más. 

                                                                  F    I     N  


 






domingo, 3 de abril de 2016

LA FRONTERA



Milagros está dormida; sueña con un solitario bosque.
Está caminando y en un momento, de la nada surgen hombres y mujeres que sabe que conoce pero no recuerda sus nombres.
Más cuando quiere hablarles, éstas se desvanecen delante de sus ojos.  Observa sin inmutarse.
Continúa su camino por un sendero iluminado por algo mas que el sol.
Recorre un trecho y cansada, se sienta a la vera de un arroyo de aguas cristalinas.
Con la vista perdida en el lecho del mismo se relaja hasta cerrar los ojos.
Más al  abrirlos encuentra un pequeño cofre, viejo, antiguo sobre su regazo. No sabe cómo llegó allí.
Al abrirlo encuentra viejas fotografías por lo que las toma y comienza a ordenarlas.
Sabe que debe hacer con ellas aunque aún desconoce el motivo.
Toma la primera foto: en ella, una joven mujer con un vestido verde está sentada en el banco del viejo parque sosteniendo a una bella niña enfundada en un inmaculado vestido blanco.
-¡Mamá!- grita a viva voz.
Y deja la fotografía boca abajo sobre el cofre.
Toma la segunda y en esta la niña ahora es adolescente y el instante es un beso robado a su primer novio.
-¡Juan!-  dijo con la voz quebrada por la emoción.
En la tercera, la adolescente, mujer ya, en el día de su casamiento con Rodolfo, el amor de su vida.
Se reconoce, lo reconoce, también a la rústica capilla pero le resulta confuso el recuerdo.
En la cuarta se retrata el dolor que debió padecer para dar a luz a su primer y único hijo, Facundo.
La deja encima de las otras.
En la quinta, la mujer está vestida de negro, frente a dos tumbas en el cementerio; está despidiéndose de sus padres, muertos en un accidente.
En la sexta no hay nada, una blancura ceremonial, pura, inmaculada. Se queda embelesada observando la perfección del blanco.
Ensimismada en sus pensamientos, se sobresalta cuando escucha la voz de Rodolfo.
Lo busca mirando en todas direcciones pero no lo encuentra.
Otra vez escucha:
-Milagros, levanta la vista, observa el sendero y avanza por favor.-
Le hace caso y se concentra en un punto brillante al final del camino que casi la ciega.
Con sumo esfuerzo logra ver como comienza a delinearse la silueta de su amado esposo caminando hacia ella.
Ahora llora, entiende, todo se torna claro, está segura. Contempla por última vez la luna, eterna prisionera del Cielo enamorado.
-Te extrañaré, has iluminado todas las noches de mi vida...tu magia es infinita.- dijo y comenzó a llorar.
Rodolfo se acercó y la abrazó con todo el amor de que era capaz. Y le dijo:
-No llores mi amor, es un momento feliz, ya he estado aquí, esta no es la frontera, no es el fin, es solo una puerta que debemos atravesar.
¿Vamos Milagros?- le preguntó.
Ella asintió con una sonrisa.
El abrazo los unió siendo otra vez solo uno, la calidez del beso la estremeció y el calor de la mano de su esposo sobre la suya la emocionó.
Caminar hacia la eternidad la enamoró para siempre.
    

                                                              F      I      N





sábado, 2 de abril de 2016

SUEÑO

Mientras manejaba recordaba la foto de su perfil: una sonrisa espléndida, franca, cristalina, un largo cabello negro cayendo sobre sus hombros, ojos color azul profundo como el océano.
Ana era su nombre y había alimentado mis más profundos deseos en los últimos meses.
Al llegar dejé las llaves en manos del valet para que lo estacionara.
Ingresé al salón de fiestas con la sola idea de encontrarla; avancé entre la multitud que se había congregado en aquel evento.
Saludé a algunos colegas, también a otros que me saludaron sin yo saber quiénes eran.
Aunque poco me importaba.
Continué mi camino y de pronto la vi, conversando en un rincón con alguien más.
Avancé hacia ella; mi corazón latía con la furia de mil caballos, mis músculos se pusieron tensos…estaba nervioso.
En un momento ella desvió su vista hacia mí. Me pareció que también ansiaba el encuentro. No dejamos de mirarnos. Comenzó a caminar enfundada en un brevísimo y ajustado vestido negro, su andar era cadencioso, magnifico, sus piernas desnudas parecían talladas por el mejor de los artesanos, su sonrisa era radiante y sus ojos azules brillaban bajo las luces del salón.
Un cálido abrazo nos unió y un beso muy cerca de los labios encendió la pasión. Fue inmediato.
-Al fin nos conocemos.- me dijo con una voz envolvente que me erizó la piel.
-Cuando estemos los dos solos, allí Ana y solo allí, nos conoceremos realmente.- respondí  con un tono ameno pero muy seguro de lo que quería.
Sonrió. Me miró a los ojos y se quedó en silencio.
-¡No pierdes el tiempo! Bien, te imaginé así.-
La sonrisa fue mía ahora.   
-Vamos Ana, a tu departamento o al mío.- le dije con un tono casi religioso.
Fue entonces que fue hasta el guardarropa, allí pidió su cartera y regresó con algo.
Me tomó la mano y dejó depositada allí dos llaves.
-Aquí al lado, sexto “A”. Aguárdame allí.-
Mientras me iba, saludé otra vez a mucha gente que no conocía.
Ya en la calle fría y casi silenciosa caminé unos pocos pasos hasta el edificio.
Tomé el ascensor y llegué al departamento.
Entré y encendí las luces. La fantasía que me provocó ese momento, era salvaje.
Busqué y encontré en el refrigerador, una botella de champagne.
La tomé y con dos copas fui al cuarto de Ana, dejé todo en una pequeña mesa y me senté en la cama a esperarla.
A los pocos minutos escuché como la puerta del departamento se abría. El taconeo de Ana sobre el parqué se escuchaba por demás sensual.
De pronto cesó y la voz de Sade y el sonido de un hipnótico saxo inundó todo el lugar.  
Se quedó parada en la puerta del cuarto. No hablamos. Solo nos miramos. Quería abalanzarme sobre ella como un niño torpe pero mi experiencia primó sobre mis impulsos salvajes. Me levanté de la cama y comencé a avanzar hacia ella quedando ambos a un metro de distancia. Las vibraciones cruzaban el aire, la tensión sexual era infinita, celestial,
Sin quitarme la vista, hizo un leve y grácil movimiento que provocó la caída al piso de su breve vestido.
Su total desnudez me provocó sensaciones y sentimientos distintos a los conocidos.  
Extendí mi brazo y con suma delicadeza rocé su pezón rosado con mis dedos.
Su gemida protesta sonó musical en mí.
Comenzó a desnudarme, sin prisa, lento, rítmico, suave.
Ya estábamos desnudos ambos…era hora de conocernos.
Pegamos nuestros cuerpos y nos fundimos en un abrazo sobrenatural, como queriendo ser otra vez solo uno.
Nuestras bocas se buscaron con enorme pasión, nuestras lenguas se reconocieron y recorrieron cada milímetro de su interior.
Sus senos estallaban en mi pecho como fundiéndose.
Las manos buscaban la piel del otro para regalarse todo el placer. No podíamos detenernos. Nos caímos juntos a la cama.
Una vez allí Ana quedó tendida, sedienta de placer. Sus piernas abiertas eran la ofrenda que tanto ansiaba. Su súplica me colmaba de emoción.
Me acosté a su lado y comencé a recorrer cada poro de su cuerpo con mi boca. Al llegar a sus senos, levemente caídos, reales, maravillosos, no pude evitar detenerme. Mi lengua sintió el gusto a miel de sus pezones turgentes.
Seguí bajando y llegué a su vientre, tan capaz de albergar vida, como de brindar dulzura, y amor a quien lo besara.
Al llegar a su vulva, brillante y ansiosa de placer, la rocé con mis labios y al escuchar sus gemidos me di cuenta que era el momento.
Me acomodé encima de ella y busqué su interior.
El delicioso calor de su vulva, su exquisita humedad me llevó a gozar un éxtasis supremo.
Los gemidos reclamantes de Ana obligaron a profundizar la pasión desatada. Comenzamos ambos a sentirnos cercanos el estallido de estrellas, al momento donde el universo se detiene, ese único momento que es cuando los amantes se convierten en uno solo pues lo que le falta a ella es él y lo que le falta a él es ella...
El radio reloj marcaba las siete de la mañana. El locutor que recomendaba abrigarse ya que la temperatura era en cinco grados.
Me levanté veloz de la cama y me di una ducha.
Bajé a tomar el desayuno con mi esposa, fiel compañera de muchos años, demasiados quizás. Ya en mi auto rumbo a la oficina recordé el sueño.
La sonrisa se había instalado en mi rostro.
          
                                                             F    I