Cerca y lejos,
fuerte y suave, abúlico y afiebrado, aletargado y vibrante,
se encuentra el
pianista sentado en la oscuridad del escenario.
Mira sus largos
dedos, sus únicos instrumentos para el concierto de piano.
Esos dedos
versarán poesía y acariciarán el alma de una mujer.
Cuando el telón
sube, se encienden los reflectores.
Todo queda a media
luz y lento saltan las notas del pentagrama que
se acurrucan en el
corazón de todos, trayendo recuerdos de noches sin luna
con los besos robados
en algún amanecer del siglo pasado.
Las notas surgen
etéreas, sutiles e invisibles, traídas por vientos cósmicos.
El público
embelesado siente aquella música, pues la ve, vive esas cruentas batallas y el
amor desnudo bajo las estrellas.
Los vencedores
vitorean y los amantes gimen de placer carnal.
Y sigue tocando,
buscando en sus acordes mágicos,
los labios para
besarla, su vientre delicado y sus pechos de seda.
Hasta que llega un
tiempo de paz, donde los hombres dejan de luchar,
mientras ellos
continúan con las caricias sin fin y orgasmos encadenados.
Es el momento de
acariciar las teclas como si fuera su piel.
Es una oda al
amor, un estallido de música, pasión y color.
Ahora cierra los
ojos y siente la sangre caliente galopando por el cuerpo.
Deja de tener
noción del espacio y del tiempo pues solo es ella, él y la música.
Regresa al mundo
pleno de dicha y cansancio.
Se pone de pie y
recibe una ovación que agradece sonriendo.
La busca entre el
público, la encuentra, está llorando, aplaudiendo de pie.
Es cuando arranca
el corazón de su pecho y aún latiendo
se lo regala a su
amor frente a todo el teatro.
Richard
05-05-20
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