miércoles, 26 de febrero de 2020

El CAMPESINO


                               


El amanecer es el único momento que disfruta.
Abre los ojos, escucha al silencio y el silbido del viento.
Oye al gallo cantar y al agua surcando la tierra.
También el relincho de su caballo y las quejas de las gallinas.

Se levanta y calienta el agua en la antigua cocina a leña.
Prepara el mate con paciencia y busca el pan que le quedó de ayer.
Los rasguños en la puerta le avisan que Pancho, su fiel perro quiere entrar.
Contentos por el encuentro, comparten las pulgas y el pan.

Al salir del rancho, la quietud del llano huele a romero.
Mira con ojos de niño al sol que calienta el mundo con su dorada tibieza,
mientras la luna triste esconde sus lágrimas de amor pues no lo puede abrazar.
Las cigarras estridulan la canción del verano pues el calor llegará.

Con paso cansino, se adentra en el establo donde duerme su yegua.
Vieja y cansada como él, se deja dócil colocar la collera.
La alimenta con pastura y le engancha el arnés para arrastrar el arado.
Camina hacia el gallinero alborotado donde riega con maíz el piso.

Luego vuelca en las bateas, las legumbres y carne para que los cerdos engorden,
mientras, Pancho corre a las aves a través del campo y caza algún ratón.
A las siete en punto, el labriego trabaja la tierra de sus antepasados.
Allá va el hombre, con su yegua, el arado y sus semillas.

Camina, trabaja, observa el horizonte liso y llano de la Pampa.
No habla, solo la recuerda para no sentirse solo en un mundo extraño.
Lo acompaña su voz dulce, su sonrisa contagiosa, sus gracias.
Hasta que la ve partir para no volver. Más sigue trabajando, no se detiene.
Sabe que, por la noche, el almacén de Ramos Generales lo aguarda,
con sus olores a especias, charquis colgando, tabaco y caña.

Allí se esconderá huyendo de los fantasmas y del dolor de su alma.
Borracho y dormido siempre hay alguien que lo lleve hasta su rancho.
Y así dormirá hasta que un nuevo amanecer lo despierte.

Richard.
26-02-20









miércoles, 19 de febrero de 2020

Un verano en Santa Clara del Mar.

                                     

Mi infancia en la ciudad de Mar del Plata es quizás es una de mis mayores esperanzas para cuando al final de mis días, recuerde que mi vida valió la pena ser vivida.
Allí crecí con el mejor de los hermanos que pude tener; nos pasábamos el día peleando, éramos inseparables, siempre entre golpes, risas, juegos, charlas, sueños, aunque con un adiós a muy temprana edad.  
Por aquellos años las tradiciones se respetaban, como cuando los domingos se reunía toda la familia para comer los ravioles amasados por la abuela Leonor.
Luego llegaba la siesta, escuchar el partido del domingo en la modesta Spica entre mates y facturas mientras nosotros salíamos a jugar a la pelota en la vereda con los amigos del barrio hasta bien entrada la noche.
El barrio donde viví mi infancia y adolescencia se llama La Perla y mi casa estaba a siete cuadras del mar.
Durante el verano, el barrio era bullicioso tanto en el día como por la noche.
Y el contraste con el rudo invierno era muy marcado pues todo se tornaba nostálgico y solitario con un puntual atardecer.
La luna se despedía del sol hasta el amanecer siguiente y la gente huía de las calles por el frío que helaba el cuerpo y hasta a veces, el alma. El viento hacía llorar los ojos.
Las veredas anchas eran testigos mudos y melancólicos de nuestros interminables juegos de pelota y juegos de escondidas mientras las niñas jugaban a la rayuela y a la soga, en época estival.
Otro de los pasatiempos favoritos era la bici. Éramos más de diez a veces saliendo de un punto pautado para dar docenas de vueltas al barrio.
Los fines de semana, acompañados por un mayor, hacíamos carreras de bicicleta en la plaza que estaba a dos cuadras de casa. Pasaba de todo; caídas, raspones, peleas, risas, bicis rotas, gomas pinchadas, ganadores y perdedores…ganadores en historias de la niñez.
Al llegar la noche, los juegos llegaban a su fin para dar paso a tranquilas charlas sobre la vida a los diez años, mientras las madres comenzaban con los preparativos para la cena y los padres se despedían de sus amigos del club del barrio para encerrarse en su taller de herramientas y hacer tiempo hasta que la comida estuviera lista.
Pero hubo una noche de aquel enero que fue muy especial.
Habíamos coincidido los seis primos en la casa de los abuelos: Carlos de diez años, Marcelo, Hugo y yo de nueve, mi hermano Jorge de siete y Adriana de cinco. Dora Inés era la séptima, pero no contaba porque era un bebé. Las peleas entre nuestros padres complicaban nuestras reuniones, pero algo había ocurrido en el cielo que conspiró para que ese día y el siguiente estuviésemos juntos.
A las nueve de la noche comimos pizzas caseras preparadas por la abuela Carmen. Hasta nos compraron una gaseosa de naranja que terminamos antes de comer.  
Con el último bocado en la boca salimos al patio a jugar mientras la luna iluminaba la noche y nuestros juegos mientras los perros corrían a la par nuestra.
Nos enviaron a dormir poco después de las once. Los abuelos habían planeado llevarnos a una playa cercana que era su lugar favorito. Santa Clara del Mar era un pequeño pueblo costero que estaba a pocos kilómetros de Mar del Plata.
Tan pequeño era que solo tenía un restaurante, El viejo contrabandista. El mismo estaba emplazado dentro de la rotonda y había formado parte de las estancias "La Armonía" y "La Loma" de la familia Cobo Anchorena.
En sus comienzos se lo conocía como el Chalet de Pettigrew. No se puede determinar con exactitud la fecha de construcción, pero todo indicaba que fue erigido en el año mil ochocientos ochenta aproximadamente.
A las siete de la mañana nos despertaron con enormes tazas de leche chocolatada y un plato rebosante de medias lunas caseras.
Comimos y nos subimos al auto del abuelo, un Chevrolet color negro, del cincuenta y tres.
Nos acompañaban la abuela y dos tíos, Laura y Mario, los padres de Marcelo y Adriana. El asiento de atrás era tan grande que entrabamos los seis.
Cuando se encendió el poderoso motor, los corazones de todos se aceleraron frenéticamente ya que todos conocíamos la playa, pero no las de Santa Clara.
Tomó el viejo camino de la costa que era de tierra y piedras.
En un momento, teníamos las narices contra los vidrios mirando el mar, las aves, las olas, el cielo azul.
En un momento no pude resistir y bajé una de las ventanillas para sentir el perfume del océano Atlántico.
Aún puedo recordar el olor a sal y el viento que acariciaba mi cara y enredaba mis cabellos.
Tardamos poco más de media hora en llegar.
El abuelo buscó donde estacionar y una vez que se detuvo, bajamos corriendo en dirección al mar.
Habían elegido un lugar por demás tranquilo en la playa que era casi en el final del pueblo. Cuando llegamos solo habían acampado allí cuatro familias, también con niños.
Mientras los adultos acomodaban todo, los seis primos seguíamos allí, en la orilla observando todo, llenando nuestros pulmones de aire marino y guardando en nuestra alma las imágenes del color del mar, las aves, la arena, el cielo límpido y azul.
Mirábamos extasiados como las olas llegaban casi hasta nuestros pies de forma suave, aunque nos asustaban lo peligrosas que se veían más adentro.
La arena era fina y limpia, las gaviotas volaban sobre nuestras cabezas emitiendo su armónico graznido, mientras que tres perros vagabundos corrían libres sin dirección alguna. Era divertido ver sus piruetas cuando intentaban morder el agua o atrapar a las aves que caminaban sobre la arena en busca de alimento.
Me saqué las zapatillas y corrí hacia el mar para salir con la misma velocidad al sentir la baja temperatura del agua. Nadie me quiso imitar al ver mi cara de frío.
Corrimos hacia donde estaban los tíos para pedirles que nos dejaran alejar un poco para investigar pues queríamos encontrar caracoles gigantes. También servían las piedras de colores u otras rarezas.
Luego de una batería interminable de recomendaciones nos lo permitieron; que no nos alejemos mucho, que no hablemos con nadie, que no toquemos nada, que miremos por donde caminamos...y muchas más.
Jorge y Adriana, como eran más pequeños, se quedarían jugando en la arena con sus baldes y rastrillos embadurnados con el viejo protector solar, Sapolan Ferrini. Luego seguimos nosotros cuatro y blancos y pastosos como estábamos, comenzamos la caminata hacia la zona de los acantilados con la compañía de los perros que nos seguían alegres, corriendo a todo ser vivo, mordiendo la espuma de las olas y ladrándole al viento.
La felicidad nos invadía pues se trataba de nuestra primera aventura juntos sin la presencia de nuestros padres.
Y fue Hugo el que encontró algo en el camino que causó nuestro asombro; una estrella de mar en la arena.
La miramos todos un rato largo, pensando en que era algo inanimado, pero en cierto momento comenzó a moverse lentamente. Allí nos dimos cuenta que vivía y fue el mismo Hugo el que la devolvió al mar.
Seguimos caminando entre las piedras hasta que llegamos a las cuevas de los acantilados.
Nos detuvimos en la primera y la contemplamos con fascinación, aunque adentro estuviera muy oscura.
- ¿Los cavernícolas habrán dormido aquí?, - pregunté. Todos me miraron, levantaron los hombros y nadie dijo nada.
Seguimos y llegamos a la segunda cueva que no estaba del todo oscura y sombría.
La miramos un rato hasta que Carlos distinguió algo que parecía blanco, enterrado en la arena a unos dos metros de la entrada.
Entramos algo temerosos, mirando de reojo hacia todos lados. Rodeamos ese pequeño montículo de arena y nos quedamos quietos esperando que alguno se animara a descubrir aquel extraño objeto.
Mientras nos mirábamos tan solo pues nadie se movía, nuestra imaginación iba más allá de los límites. Quizás era solo una pelota, aunque pudiera ser la cúpula de una nave espacial, o tal vez la cabeza de un extraterrestre, aunque no descartábamos fuera un calzoncillo abandonado y sucio.
Fue Hugo el más sombrío al decir que era un muerto que había traído el agua. Que se había caído de un barco, borracho.
Tomamos valor y decidimos escarbar un poco hasta que vimos lo que era y salimos corriendo, desaforados.
Era una escalofriante y blanca calavera. Hugo y Marcelo se pusieron a llorar mientras a Carlos y a mí nos temblaban las piernas al mismo tiempo que el llanto pugnaba por salir.
Nos quedamos sentados un rato sobre las rocas sin hablar, mirándonos sin entender.
Pasó el tiempo, no mucho y juntamos coraje para regresar.
Sacamos el cráneo y seguimos escarbando hasta encontrar muchos huesos sueltos y blancos.
Eso exacerbó nuestra curiosidad y aceleró nuestros pulsos.
-Seguramente, dentro de la cueva debe haber más cosas, vamos a buscarlas. - dijo Carlos entusiasmado. Todos estuvimos de acuerdo.
Llegamos al fondo y no encontramos nada. En un momento Marcelo se sentó en el piso y apoyó su espalda sobre una de las paredes. Al hacerlo ésta se derrumbó con facilidad. Decidimos escarbar en ese lugar pues teníamos el presentimiento que algo más había del otro lado.
Se hizo muy fácil el hueco y lo traspasamos enseguida, más al hacerlo nuestro asombro nos paralizó pues encontramos otra cueva mucho más grande, con faroles y vasijas tiradas por todas partes. Estaba iluminada pero muy débilmente y no supimos determinar de dónde provenía la luz.
Con cautela nos adentramos y cuál fue la sorpresa al ver una estatua de un hombre sentado en el piso que parecía un pirata, aunque con mucha arena y conchas de mar encima.
La rodeamos y comenzamos a investigarla; era un hombre muy viejo con muchas arrugas por demás profundas. Su nariz parecía haber sido aplastada contra un camión. Se percibía una barba muy blanca debajo de una capa muy gruesa de mugre y sus vestimentas eran las de un clásico pirata de los libros de cuentos.
Al acercarnos nos mareó el horrendo hedor que despedía aquella escultura un tanto grotesca. Cuando nos acostumbramos al olor, comenzamos a tocarlo para ver de que estaba hecho y fue Hugo el que tiró fuerte de lo que parecía barba.
- ¡AYYY! gritó la estatua.

2da. y ultima parte el 21 de febrero.
Richard.
Año 2015, editado 19-02-20




lunes, 10 de febrero de 2020

LA BARCA Y LOS RECUERDOS

                                    

Todas las tardes, el anciano se sentaba en su vieja mecedora de madera a orillas del mar en aquella solitaria playa para escudriñar el mar en un vano intento por conocer los secretos que se escondían en sus profundidades.
Su imaginación vagaba en libertad en cada crepúsculo. Era cuando llegaban las ánimas, los fantasmas de amores perdidos, los demonios que lucharon en el mar oscuro.
Podía ver las lágrimas vertidas que reposaban en el lecho marino, los poemas escritos, los gritos de amor y de terror proferidos, el agua enrojecida por la sangre derramada en mil batallas navales. Las civilizaciones perdidas, las razas extintas, los cientos de naves de otros mundos que aparecían en el cielo para desaparecer en el horizonte real, monstruos jamás vistos, bellos y horrendos, inimaginables.
Se encontraba tan ensimismado en sus historias marítimas que no percibió la llegada de una Barca Gris, majestuosa, eterna y fría, con su proa encallada en la arena. Era la que estaba esperando desde hacía algunos meses.
La leyenda cuenta que esa embarcación existe desde el inicio de los tiempos. Llega hasta los confines del Universo y su misión es recoger y transportar las almas a alguno de los paraísos existentes. Para que el alma pueda decidir a cuál ir, deben llegar primeramente a la orilla del primer río.
El anciano se alegró al verla pues sabía que el momento de partir se avecinaba y estaba dispuesto a emprender el viaje ya que contaba con todo lo necesario: un corazón pleno de amor y un alma rebosante de recuerdos guardados celosamente en una vieja maleta de cuero marrón.
En ella atesoraba los juegos y las risas con su hermano, también el desamor de sus padres, pues eso le enseñó a él a ser un buen padre.
Estaban sus amigos, el recuerdo del colegio de curas, su primer amor, aquellas rutas solitarias en el jeep de su padre, el recuerdo de esos días donde el frío y la lluvia caían sin piedad sobre el mar gris y el cielo negro era surcado por rayos que explotaban en el aire. Como no llevar también el sándwich enorme de salame y queso casero preparado por el viejo Ismael Blanco, el dueño de un legendario Almacén de Ramos Generales ubicado en las alturas de Sierras de los Padres cuando tenía nueve años. 
Estaba cargado el recuerdo del primer beso con Silvia a los catorce años, aquellos partidos de fútbol y rugby con los amigos de la infancia y la adolescencia y de cuando la música se apoderó de su vida.
La poesía mal escrita, pero con infinito amor que guardó en un cajón para María Amelia y la primera vez que hizo el amor con Cecilia.
Guardada celosamente estaba la muerte de su hermano y el duro pero aleccionador servicio militar a sus diez y ocho años.
En un rincón de la maleta estaba la partida definitiva de su casa paterna entre lágrimas y mucha tristeza, algo que nunca dejó de estrujarle el alma pero que sirvió para encontrar su camino.
Allí entremedio, estaba su primer trabajo y el casamiento para separarse dos años después. Guardada estaba también la soledad más profunda, pues sintió que la vida se había ensañado con él. 
Más con el alma rota y una desilusión enorme se preparó para retornar al camino, solitario, aunque por poco tiempo pues Mercedes se cruzó en su camino y sin darse cuenta, muy pronto estaban caminando juntos por la ruta de la vida. Y fue con dientes apretados, mucho amor y tesón que salieron adelante.
Y aparecieron las alegrías, los mejores recuerdos como el nacimiento de los hijos, su crecimiento, verlos graduarse para luego partir. Casi sin darse cuenta del paso del tiempo, se habían casado y poco después estaban recibiendo a los nietos, el regalo más preciado.
Los buenos momentos con amigos y familiares, viajes, fiestas, asados, noche de pizzas y juegos.
Y en otro rincón de aquella mágica maleta estaban también las tristezas; la despedida de familiares queridos, crisis económicas, pérdidas, desilusiones y ausencias. El divorcio.
El tiempo, inexorable, dejó huellas en su cuerpo, más eran claras marcas de haber vivido y adquirido la noble sabiduría que otorga la experiencia.
Y una mujer que apareció de la nada y se convirtió en todo.
Cuando decidieron encontrar la paz y la apacibilidad, se mudaron a aquella casa en la playa donde los días transcurrían serenos, con amaneceres increíbles, atardeceres de ensueño y noches mágicas. Casi que no se hablaba con Laura, no hacía falta ya, con solo mirarse se entendían. Veinte y cinco años juntos...
La puesta del sol era sublime.
Una vez de noche el anciano regresó a su hogar para besar a su mujer y contarle.
Tomaron la cena a la luz de las velas y contemplaron juntos las estrellas en una noche de ensoñación mientras la barca continuaba allí, encallada y silenciosa.
Se acostaron en su vieja cama y se quedaron dormidos.
Al despertar, se miraron a los ojos y sonrieron pues sabían que ya era la hora.
Se vistieron, tomaron sus antiguas maletas, revisaron que estuvieran todos los recuerdos y el amor y caminaron en forma lenta hacia afuera, con sus manos muy juntas sin mirar atrás.
Mientras avanzaban por la playa una enorme alegría los invadía pues eran los últimos instantes de una vida plena y maravillosa que el Universo festejaba con un estallido de luces y matices, acompañados de bellos aromas.
Al llegar a la Barca, subieron por la escalerilla hasta la cubierta y se abrazaron muy fuerte.
La nave comenzó a moverse al mismo tiempo que una mano invisible, con mágicas pinceladas cambiaba el paisaje; la explosión de colores de aquel momento desaparecía y en su lugar, el blanco y el negro se apropiaba de todo.
Rafael y Laura eran ahora, una hermosa foto color sepia en el corazón de sus seres queridos.
La ancestral Barca se adentró en las profundidades del mar hasta perderse en el horizonte donde una bola blanca se escondía y otra tomaba su lugar en aquel Cielo azul.

                                                               F     I     N

Richard
Año 2015, editado 10-02-20

lunes, 3 de febrero de 2020

INOCENCIA INTERRUMPIDA




Su nombre es Mía y nació en el agua.
Era una niña de seis años, dulce y solitaria.
Sus ojos verdes eran esmeraldas, su sonrisa un arco iris.
Vivía su infancia en un pueblo chiquito, perdido entres bosques y mar.

Dormía entre algodones y jugaba sobre nubes blancas.
Sus mejores amigas eran las aves en la playa,
el sol de la mañana, los colores del atardecer y las estrellas en la noche.
Jugaba a las escondidas con los duendes del bosque entre luciérnagas encendidas

Escuchaba a las sirenas cantar lejanas canciones cuando la luna bajaba.
Luego se dormía abrazada a ella mientras las estrellas cerraban los ojos.
Ángeles alados se acomodaban en los recovecos de su cuarto,
y amigas imaginarias se escondían entre juguetes.

Más una tormenta de rayos y truenos se acercaba poco a poco
para romper aquella soñadora e inocente infancia.
Al llegar, sus miles de frágiles sueños se echaron a volar.
Fueron los gritos, las peleas, los platos rotos, portazos y amenazas.

Y fueron el silencio y el llanto que llegaron para quedarse.
Papá se había ido de casa y mamá se había quedado sola.
A él no lo vio más y a ella no la vio sonreír otra vez.
Su hogar se convirtió en un sarcófago oscuro y siniestro.

Mía se refugió en la playa, pues sus duendes seguían visitándola.
Las sirenas seguían cantando y los delfines saltando.
Solo con ellos sentía alegría, también con las estrellas y la luna.
Y un día se metió en el mar con su muñeca preferida y vivir en él.

El recibimiento que tuvo fue mágico en aquel reino de agua.
Hadas de todo tipo y tiempo le concedían deseos.
Los hipocampos la llevaban de paseo por arrecifes de coral.
Y sentada en su regazo, escuchaba viejas historias que Poseidón le contaba.

Mientras, en la orilla de la eterna playa, sus padres aguardaban a verla otra vez.
Construyeron una cabaña de madera para el día que decidiera regresar
Querían verla caminar con sus pequeños pies sobre la arena caliente.
Querían abrazarla y pedirle perdón, besarla y darle amor.

Minutos, años, siglos, nadie sabe el tiempo que pasó
Y un día ella a la playa regresó.
Dejo el mar para encontrarlo a él.
Era una bella mujer que creció en el reino del mar.

Y caminando hallo la casa que construyeron sus padres.
Al recorrerla los recordó y leyó la palabra PERDON en cada rincón.
Mas al llegar a la cama, a su eterno amor encontró durmiendo.
Se acostó a su lado, el despertó, se tomaron de la mano.

Para perderse juntos en el mar rodeados del amor del océano y su reino mágico.