miércoles, 19 de febrero de 2020

Un verano en Santa Clara del Mar.

                                     

Mi infancia en la ciudad de Mar del Plata es quizás es una de mis mayores esperanzas para cuando al final de mis días, recuerde que mi vida valió la pena ser vivida.
Allí crecí con el mejor de los hermanos que pude tener; nos pasábamos el día peleando, éramos inseparables, siempre entre golpes, risas, juegos, charlas, sueños, aunque con un adiós a muy temprana edad.  
Por aquellos años las tradiciones se respetaban, como cuando los domingos se reunía toda la familia para comer los ravioles amasados por la abuela Leonor.
Luego llegaba la siesta, escuchar el partido del domingo en la modesta Spica entre mates y facturas mientras nosotros salíamos a jugar a la pelota en la vereda con los amigos del barrio hasta bien entrada la noche.
El barrio donde viví mi infancia y adolescencia se llama La Perla y mi casa estaba a siete cuadras del mar.
Durante el verano, el barrio era bullicioso tanto en el día como por la noche.
Y el contraste con el rudo invierno era muy marcado pues todo se tornaba nostálgico y solitario con un puntual atardecer.
La luna se despedía del sol hasta el amanecer siguiente y la gente huía de las calles por el frío que helaba el cuerpo y hasta a veces, el alma. El viento hacía llorar los ojos.
Las veredas anchas eran testigos mudos y melancólicos de nuestros interminables juegos de pelota y juegos de escondidas mientras las niñas jugaban a la rayuela y a la soga, en época estival.
Otro de los pasatiempos favoritos era la bici. Éramos más de diez a veces saliendo de un punto pautado para dar docenas de vueltas al barrio.
Los fines de semana, acompañados por un mayor, hacíamos carreras de bicicleta en la plaza que estaba a dos cuadras de casa. Pasaba de todo; caídas, raspones, peleas, risas, bicis rotas, gomas pinchadas, ganadores y perdedores…ganadores en historias de la niñez.
Al llegar la noche, los juegos llegaban a su fin para dar paso a tranquilas charlas sobre la vida a los diez años, mientras las madres comenzaban con los preparativos para la cena y los padres se despedían de sus amigos del club del barrio para encerrarse en su taller de herramientas y hacer tiempo hasta que la comida estuviera lista.
Pero hubo una noche de aquel enero que fue muy especial.
Habíamos coincidido los seis primos en la casa de los abuelos: Carlos de diez años, Marcelo, Hugo y yo de nueve, mi hermano Jorge de siete y Adriana de cinco. Dora Inés era la séptima, pero no contaba porque era un bebé. Las peleas entre nuestros padres complicaban nuestras reuniones, pero algo había ocurrido en el cielo que conspiró para que ese día y el siguiente estuviésemos juntos.
A las nueve de la noche comimos pizzas caseras preparadas por la abuela Carmen. Hasta nos compraron una gaseosa de naranja que terminamos antes de comer.  
Con el último bocado en la boca salimos al patio a jugar mientras la luna iluminaba la noche y nuestros juegos mientras los perros corrían a la par nuestra.
Nos enviaron a dormir poco después de las once. Los abuelos habían planeado llevarnos a una playa cercana que era su lugar favorito. Santa Clara del Mar era un pequeño pueblo costero que estaba a pocos kilómetros de Mar del Plata.
Tan pequeño era que solo tenía un restaurante, El viejo contrabandista. El mismo estaba emplazado dentro de la rotonda y había formado parte de las estancias "La Armonía" y "La Loma" de la familia Cobo Anchorena.
En sus comienzos se lo conocía como el Chalet de Pettigrew. No se puede determinar con exactitud la fecha de construcción, pero todo indicaba que fue erigido en el año mil ochocientos ochenta aproximadamente.
A las siete de la mañana nos despertaron con enormes tazas de leche chocolatada y un plato rebosante de medias lunas caseras.
Comimos y nos subimos al auto del abuelo, un Chevrolet color negro, del cincuenta y tres.
Nos acompañaban la abuela y dos tíos, Laura y Mario, los padres de Marcelo y Adriana. El asiento de atrás era tan grande que entrabamos los seis.
Cuando se encendió el poderoso motor, los corazones de todos se aceleraron frenéticamente ya que todos conocíamos la playa, pero no las de Santa Clara.
Tomó el viejo camino de la costa que era de tierra y piedras.
En un momento, teníamos las narices contra los vidrios mirando el mar, las aves, las olas, el cielo azul.
En un momento no pude resistir y bajé una de las ventanillas para sentir el perfume del océano Atlántico.
Aún puedo recordar el olor a sal y el viento que acariciaba mi cara y enredaba mis cabellos.
Tardamos poco más de media hora en llegar.
El abuelo buscó donde estacionar y una vez que se detuvo, bajamos corriendo en dirección al mar.
Habían elegido un lugar por demás tranquilo en la playa que era casi en el final del pueblo. Cuando llegamos solo habían acampado allí cuatro familias, también con niños.
Mientras los adultos acomodaban todo, los seis primos seguíamos allí, en la orilla observando todo, llenando nuestros pulmones de aire marino y guardando en nuestra alma las imágenes del color del mar, las aves, la arena, el cielo límpido y azul.
Mirábamos extasiados como las olas llegaban casi hasta nuestros pies de forma suave, aunque nos asustaban lo peligrosas que se veían más adentro.
La arena era fina y limpia, las gaviotas volaban sobre nuestras cabezas emitiendo su armónico graznido, mientras que tres perros vagabundos corrían libres sin dirección alguna. Era divertido ver sus piruetas cuando intentaban morder el agua o atrapar a las aves que caminaban sobre la arena en busca de alimento.
Me saqué las zapatillas y corrí hacia el mar para salir con la misma velocidad al sentir la baja temperatura del agua. Nadie me quiso imitar al ver mi cara de frío.
Corrimos hacia donde estaban los tíos para pedirles que nos dejaran alejar un poco para investigar pues queríamos encontrar caracoles gigantes. También servían las piedras de colores u otras rarezas.
Luego de una batería interminable de recomendaciones nos lo permitieron; que no nos alejemos mucho, que no hablemos con nadie, que no toquemos nada, que miremos por donde caminamos...y muchas más.
Jorge y Adriana, como eran más pequeños, se quedarían jugando en la arena con sus baldes y rastrillos embadurnados con el viejo protector solar, Sapolan Ferrini. Luego seguimos nosotros cuatro y blancos y pastosos como estábamos, comenzamos la caminata hacia la zona de los acantilados con la compañía de los perros que nos seguían alegres, corriendo a todo ser vivo, mordiendo la espuma de las olas y ladrándole al viento.
La felicidad nos invadía pues se trataba de nuestra primera aventura juntos sin la presencia de nuestros padres.
Y fue Hugo el que encontró algo en el camino que causó nuestro asombro; una estrella de mar en la arena.
La miramos todos un rato largo, pensando en que era algo inanimado, pero en cierto momento comenzó a moverse lentamente. Allí nos dimos cuenta que vivía y fue el mismo Hugo el que la devolvió al mar.
Seguimos caminando entre las piedras hasta que llegamos a las cuevas de los acantilados.
Nos detuvimos en la primera y la contemplamos con fascinación, aunque adentro estuviera muy oscura.
- ¿Los cavernícolas habrán dormido aquí?, - pregunté. Todos me miraron, levantaron los hombros y nadie dijo nada.
Seguimos y llegamos a la segunda cueva que no estaba del todo oscura y sombría.
La miramos un rato hasta que Carlos distinguió algo que parecía blanco, enterrado en la arena a unos dos metros de la entrada.
Entramos algo temerosos, mirando de reojo hacia todos lados. Rodeamos ese pequeño montículo de arena y nos quedamos quietos esperando que alguno se animara a descubrir aquel extraño objeto.
Mientras nos mirábamos tan solo pues nadie se movía, nuestra imaginación iba más allá de los límites. Quizás era solo una pelota, aunque pudiera ser la cúpula de una nave espacial, o tal vez la cabeza de un extraterrestre, aunque no descartábamos fuera un calzoncillo abandonado y sucio.
Fue Hugo el más sombrío al decir que era un muerto que había traído el agua. Que se había caído de un barco, borracho.
Tomamos valor y decidimos escarbar un poco hasta que vimos lo que era y salimos corriendo, desaforados.
Era una escalofriante y blanca calavera. Hugo y Marcelo se pusieron a llorar mientras a Carlos y a mí nos temblaban las piernas al mismo tiempo que el llanto pugnaba por salir.
Nos quedamos sentados un rato sobre las rocas sin hablar, mirándonos sin entender.
Pasó el tiempo, no mucho y juntamos coraje para regresar.
Sacamos el cráneo y seguimos escarbando hasta encontrar muchos huesos sueltos y blancos.
Eso exacerbó nuestra curiosidad y aceleró nuestros pulsos.
-Seguramente, dentro de la cueva debe haber más cosas, vamos a buscarlas. - dijo Carlos entusiasmado. Todos estuvimos de acuerdo.
Llegamos al fondo y no encontramos nada. En un momento Marcelo se sentó en el piso y apoyó su espalda sobre una de las paredes. Al hacerlo ésta se derrumbó con facilidad. Decidimos escarbar en ese lugar pues teníamos el presentimiento que algo más había del otro lado.
Se hizo muy fácil el hueco y lo traspasamos enseguida, más al hacerlo nuestro asombro nos paralizó pues encontramos otra cueva mucho más grande, con faroles y vasijas tiradas por todas partes. Estaba iluminada pero muy débilmente y no supimos determinar de dónde provenía la luz.
Con cautela nos adentramos y cuál fue la sorpresa al ver una estatua de un hombre sentado en el piso que parecía un pirata, aunque con mucha arena y conchas de mar encima.
La rodeamos y comenzamos a investigarla; era un hombre muy viejo con muchas arrugas por demás profundas. Su nariz parecía haber sido aplastada contra un camión. Se percibía una barba muy blanca debajo de una capa muy gruesa de mugre y sus vestimentas eran las de un clásico pirata de los libros de cuentos.
Al acercarnos nos mareó el horrendo hedor que despedía aquella escultura un tanto grotesca. Cuando nos acostumbramos al olor, comenzamos a tocarlo para ver de que estaba hecho y fue Hugo el que tiró fuerte de lo que parecía barba.
- ¡AYYY! gritó la estatua.

2da. y ultima parte el 21 de febrero.
Richard.
Año 2015, editado 19-02-20




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