lunes, 10 de febrero de 2020

LA BARCA Y LOS RECUERDOS

                                    

Todas las tardes, el anciano se sentaba en su vieja mecedora de madera a orillas del mar en aquella solitaria playa para escudriñar el mar en un vano intento por conocer los secretos que se escondían en sus profundidades.
Su imaginación vagaba en libertad en cada crepúsculo. Era cuando llegaban las ánimas, los fantasmas de amores perdidos, los demonios que lucharon en el mar oscuro.
Podía ver las lágrimas vertidas que reposaban en el lecho marino, los poemas escritos, los gritos de amor y de terror proferidos, el agua enrojecida por la sangre derramada en mil batallas navales. Las civilizaciones perdidas, las razas extintas, los cientos de naves de otros mundos que aparecían en el cielo para desaparecer en el horizonte real, monstruos jamás vistos, bellos y horrendos, inimaginables.
Se encontraba tan ensimismado en sus historias marítimas que no percibió la llegada de una Barca Gris, majestuosa, eterna y fría, con su proa encallada en la arena. Era la que estaba esperando desde hacía algunos meses.
La leyenda cuenta que esa embarcación existe desde el inicio de los tiempos. Llega hasta los confines del Universo y su misión es recoger y transportar las almas a alguno de los paraísos existentes. Para que el alma pueda decidir a cuál ir, deben llegar primeramente a la orilla del primer río.
El anciano se alegró al verla pues sabía que el momento de partir se avecinaba y estaba dispuesto a emprender el viaje ya que contaba con todo lo necesario: un corazón pleno de amor y un alma rebosante de recuerdos guardados celosamente en una vieja maleta de cuero marrón.
En ella atesoraba los juegos y las risas con su hermano, también el desamor de sus padres, pues eso le enseñó a él a ser un buen padre.
Estaban sus amigos, el recuerdo del colegio de curas, su primer amor, aquellas rutas solitarias en el jeep de su padre, el recuerdo de esos días donde el frío y la lluvia caían sin piedad sobre el mar gris y el cielo negro era surcado por rayos que explotaban en el aire. Como no llevar también el sándwich enorme de salame y queso casero preparado por el viejo Ismael Blanco, el dueño de un legendario Almacén de Ramos Generales ubicado en las alturas de Sierras de los Padres cuando tenía nueve años. 
Estaba cargado el recuerdo del primer beso con Silvia a los catorce años, aquellos partidos de fútbol y rugby con los amigos de la infancia y la adolescencia y de cuando la música se apoderó de su vida.
La poesía mal escrita, pero con infinito amor que guardó en un cajón para María Amelia y la primera vez que hizo el amor con Cecilia.
Guardada celosamente estaba la muerte de su hermano y el duro pero aleccionador servicio militar a sus diez y ocho años.
En un rincón de la maleta estaba la partida definitiva de su casa paterna entre lágrimas y mucha tristeza, algo que nunca dejó de estrujarle el alma pero que sirvió para encontrar su camino.
Allí entremedio, estaba su primer trabajo y el casamiento para separarse dos años después. Guardada estaba también la soledad más profunda, pues sintió que la vida se había ensañado con él. 
Más con el alma rota y una desilusión enorme se preparó para retornar al camino, solitario, aunque por poco tiempo pues Mercedes se cruzó en su camino y sin darse cuenta, muy pronto estaban caminando juntos por la ruta de la vida. Y fue con dientes apretados, mucho amor y tesón que salieron adelante.
Y aparecieron las alegrías, los mejores recuerdos como el nacimiento de los hijos, su crecimiento, verlos graduarse para luego partir. Casi sin darse cuenta del paso del tiempo, se habían casado y poco después estaban recibiendo a los nietos, el regalo más preciado.
Los buenos momentos con amigos y familiares, viajes, fiestas, asados, noche de pizzas y juegos.
Y en otro rincón de aquella mágica maleta estaban también las tristezas; la despedida de familiares queridos, crisis económicas, pérdidas, desilusiones y ausencias. El divorcio.
El tiempo, inexorable, dejó huellas en su cuerpo, más eran claras marcas de haber vivido y adquirido la noble sabiduría que otorga la experiencia.
Y una mujer que apareció de la nada y se convirtió en todo.
Cuando decidieron encontrar la paz y la apacibilidad, se mudaron a aquella casa en la playa donde los días transcurrían serenos, con amaneceres increíbles, atardeceres de ensueño y noches mágicas. Casi que no se hablaba con Laura, no hacía falta ya, con solo mirarse se entendían. Veinte y cinco años juntos...
La puesta del sol era sublime.
Una vez de noche el anciano regresó a su hogar para besar a su mujer y contarle.
Tomaron la cena a la luz de las velas y contemplaron juntos las estrellas en una noche de ensoñación mientras la barca continuaba allí, encallada y silenciosa.
Se acostaron en su vieja cama y se quedaron dormidos.
Al despertar, se miraron a los ojos y sonrieron pues sabían que ya era la hora.
Se vistieron, tomaron sus antiguas maletas, revisaron que estuvieran todos los recuerdos y el amor y caminaron en forma lenta hacia afuera, con sus manos muy juntas sin mirar atrás.
Mientras avanzaban por la playa una enorme alegría los invadía pues eran los últimos instantes de una vida plena y maravillosa que el Universo festejaba con un estallido de luces y matices, acompañados de bellos aromas.
Al llegar a la Barca, subieron por la escalerilla hasta la cubierta y se abrazaron muy fuerte.
La nave comenzó a moverse al mismo tiempo que una mano invisible, con mágicas pinceladas cambiaba el paisaje; la explosión de colores de aquel momento desaparecía y en su lugar, el blanco y el negro se apropiaba de todo.
Rafael y Laura eran ahora, una hermosa foto color sepia en el corazón de sus seres queridos.
La ancestral Barca se adentró en las profundidades del mar hasta perderse en el horizonte donde una bola blanca se escondía y otra tomaba su lugar en aquel Cielo azul.

                                                               F     I     N

Richard
Año 2015, editado 10-02-20

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