El amanecer es el único
momento que disfruta.
Abre los ojos,
escucha al silencio y el silbido del viento.
Oye al gallo
cantar y al agua surcando la tierra.
También el
relincho de su caballo y las quejas de las gallinas.
Se levanta y
calienta el agua en la antigua cocina a leña.
Prepara el mate
con paciencia y busca el pan que le quedó de ayer.
Los rasguños en la
puerta le avisan que Pancho, su fiel perro quiere entrar.
Contentos por el
encuentro, comparten las pulgas y el pan.
Al salir del
rancho, la quietud del llano huele a romero.
Mira con ojos de
niño al sol que calienta el mundo con su dorada tibieza,
mientras la luna triste
esconde sus lágrimas de amor pues no lo puede abrazar.
Las cigarras
estridulan la canción del verano pues el calor llegará.
Con paso cansino,
se adentra en el establo donde duerme su yegua.
Vieja y cansada
como él, se deja dócil colocar la collera.
La alimenta con pastura
y le engancha el arnés para arrastrar el arado.
Camina hacia el gallinero
alborotado donde riega con maíz el piso.
Luego vuelca en
las bateas, las legumbres y carne para que los cerdos engorden,
mientras, Pancho
corre a las aves a través del campo y caza algún ratón.
A las siete en
punto, el labriego trabaja la tierra de sus antepasados.
Allá va el hombre,
con su yegua, el arado y sus semillas.
Camina, trabaja, observa
el horizonte liso y llano de la Pampa.
No habla, solo la recuerda
para no sentirse solo en un mundo extraño.
Lo acompaña su voz
dulce, su sonrisa contagiosa, sus gracias.
Hasta que la ve
partir para no volver. Más sigue trabajando, no se detiene.
Sabe que, por la
noche, el almacén de Ramos Generales lo aguarda,
con sus olores a
especias, charquis colgando, tabaco y caña.
Allí se esconderá huyendo
de los fantasmas y del dolor de su alma.
Borracho y dormido
siempre hay alguien que lo lleve hasta su rancho.
Y así dormirá
hasta que un nuevo amanecer lo despierte.
Richard.
26-02-20
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