En cada atardecer porteño, la luz se debilita gota a gota hasta
convertirse en débil penumbra. Es cuando los rayos de sol dejan de filtrarse a
través de las copas de los árboles.
Es la hora en que las calles y avenidas no alcanzan para que circulen
tantos autos y micros.
En las veredas, hombres y mujeres apuran el paso pues quieren llegar a
sus casas para que las ánimas de la noche y el frío no se les metan en el alma.
En los barrios, los negocios comienzan a bajar las persianas. Los
verduleros guardan los cajones de frutas y verduras mientras aguardan a que
alguno recuerde que le falta algo.
Las carnicerías, los almacenes, las ferreterías encienden las luces
esperando a vender algo más, alargando la hora de cierre a riesgo de ser
asaltados.
La contracara son los bares, cantinas y restaurantes que comienzan a
preparar las mesas mientras el asador, elige la carne y las achuras para poner
en la parrilla y las mujeres preparan las ensaladas. Los mozos revisan que las
copas, platos y cubiertos estén limpios.
Y llega la noche. El Río de la Plata, aun muerto, es visitado por
parejas para conversar y besarse. También deambula hombres y mujeres condenados
a la soledad. Allí se sientan en los bancos y leen, escuchan la radio, fuman,
piensan, lloran.
Los grupos de corredores pasan raudos bajo las instrucciones del
personal trainer.
El famoso callejón museo de Caminito en el viejo barrio de La Boca, apenas
iluminado por viejos faroles a gas, queda vacío, desierto de turistas y
curiosos.
Es lo que parece, pero solo parece que está deshabitado. En realidad, está
colmado de extrañas figuras que no son sino infinitos fantasmas bailando eternos
tangos, miles de versiones de La Cumparsita y de El día que me quieras de
Carlos Gardel.
Los perros ladran porque no tienen que hacer mientras las gatas en celo maúllan
para atraerlos a ellos. Estos, calientes, comienzan una veloz carrera hacia esos
objetos de placer.
Y allí, en una histórica esquina del barrio más colorido de Buenos Aires,
del que se murió enamorado Don Benito Quinquela Martín, se erige orgulloso el
eterno Conventillo de chapas onduladas pintadas de colores, decoradas con arcaicos
objetos del siglo XX y del XIX también.
Al entrar, el curioso se encuentra con viejas piezas donde muchos
inmigrantes vivieron su vida y murieron su muerte. Con solo cerrar los ojos se
pueden sentir los olores, los gritos, el llanto y la alegría de familias
italianas, españolas, portuguesas, polacas, francesas y más.
Esos hogares, devenidos en negocios de compra y venta de baratijas.
En algunos puede hallarse arte
y antigüedades que hacen las delicias de los turistas del mundo.
Y cuando llegan al final del paseo se topan con el viejo Bar, con sus
furiosos aromas.
En los inicios se daban cita allí músicos, tangueros, filósofos,
personajes siniestros y extravagantes de la Ribera .
Era una especie de logia de artistas, pensadores y locos de todo tipo que se
encontraban para hacer libre uso de su imaginación o de su locura.
Pasaban el tiempo allí, desde el atardecer hasta casi el amanecer del
siguiente día.
Regresaban a sus casas borrachos, cantando, caminando por la mitad de la
calle o abrazados a las paredes. Otras veces, pocas, se iban a dormir sobrios y
reflexivos.
Pero jamás regresaban a sus hogares sin la letra de un nuevo tango, otro
poema, un cuento o un pentagrama a medio terminar bajo el brazo.
Y una noche cualquiera, perdida, el lugar explotaba de parroquianos. A la
efervescencia creativa de los que se encontraban allí, se le sumaba el bullicio
por el partido de Boca y River. El vino tinto y la cerveza con los maníes para
pelar corrían por las mesas mientras esperaban las pizzas de mozzarella.
Mas uno de los poetas, incómodo por el bullicio y sin nada de interés
por el partido, se alejó de la mesa donde se reunían cada noche para dar rienda
suelta a su locura.
Consideró que había llegado el momento de acercarse a ese hombre
solitario que, sentado en el rincón más oscuro, bebía y bebía como si el mundo
fuera a acabar. Le intrigaba esa vida o lo que quedaba de ella.
Siempre era igual, cuando llegaban a las siete de la tarde, él ya estaba
bebiendo y cuando se iban a las cinco, seis de la mañana seguía allí. Tumbado
sobre la mesa o sentado con la mirada perdida, estaba rodeado de demonios, ángeles
tal vez perdidos y miles de muertos.
Decidido, caminó hacia aquel ser humano para inmiscuirse en su lúgubre
mundo. Intuyó que tendría unos sesenta años de edad. A juzgar por su aura
quizás mil. Podía verse el dolor que emanaba de su deteriorado cuerpo.
-Buenas noches, ¿Me puedo sentar? -, le preguntó. Este, sin mirarlo se
encogió de hombros.
El poeta se sentó y esperó. Durante varios minutos ninguno habló.
Decidió decir algo pues, el borracho no tenía intenciones de nada, parecía
que solo quería dejar que la vida pase sin él en ella. El deseo había muerto y
con él, su alma.
Tenía los ojos rojos, vidriosos, inexpresivos. Las marcas del tiempo en
el sucio y ajado rostro eran despiadadas. Tenía una barba blanca y negra, larga,
cejas tupidas y pelos despeinados. Su abandono era claramente visible. Se había
estrellado en algún lugar y allí había quedado, perdido en el océano del tiempo.
-Mi nombre es Lucio y soy poeta. ¿Su nombre es…? -, le preguntó.
-Lo olvidé. Hace tantos años que no lo pronuncio que lo terminé olvidando.
-
-Como quiera. ¿Tiene ganas de conversar o lo estoy molestando? -
-Me está molestando, no estoy acostumbrado a qué ser humano alguno se
acerque a mí. Soy un paria, un borracho solitario y olvidado por todos, -
respondió mirándolo a los ojos.
- ¿Quiere que me vaya? -
- No sé… ¿Por qué se acercó a mí?,- preguntó el hombre sin nombre.
-Quería conocerlo. Cada noche llego y lo veo sentado en la misma mesa y bebiendo
a morir, solo y cargando con todo el dolor del mundo en la espalda.
Quería saber por qué un hombre llega hasta ese lugar, que cosas le
ocurrieron -, respondió.
- Bien, no anda con vueltas, me gusta eso. ¿Quiere saber mi historia?
Bueno, se la voy a contar, pero págueme una botella de vino. Después usted
escribe un poema o una novela con mi vida y se llena de guita mientras yo me
muero en esta silla. Espero -, dijo.
-Mozo, una botella del mejor vino que tenga y dos copas limpias -, pidió
Lucio.
Una vez que el vino y las copas estaban en la mesa, comenzó a hablar.
-Me crié en una familia de mierda de clase media. Mi padre vivía cagándome
a palos y mi madre vivía de bruja en bruja para hacer mal, por amor al arte.
Cuando tenía dieciocho años mi única conexión con el mundo bueno, murió.
Mi hermano tuvo el culo de morirse y dejarme solo. Hizo bien, si hubiera vivido
estaría como yo. Bah, eso no lo sé, era más inteligente que yo.
Me fui de mi casa, harto de ser invisible. Mis padres solo pensaban en
el hijo muerto, el que quedó vivo no existía, no estaban en sus planes que
siguiera caminando por esta tierra.
Me quedé en la casa de mi novia de aquellos tiempos. Nos casamos a los
veinte años y a los veintidós estábamos separados. Me confesó una noche que se había
encamado con el hijo del dueño de una peluquería importante del centro.
Creí morir, pero viví. La eché y se fue del departamento de un ambiente.
Meses después, caminando por San Telmo me encontré con un viejo amigo.
Me contó que ella había muerto en un accidente de tránsito. Iba con el
pelotudo del peluquero. Él se salvó, ella no. Me puse mas cuando supe que
estaba embarazada de mi.
Unos días después, Cecilia, una amiga que había cursado quinto año con
ella, me contó lo del embarazo, pero no quería decírmelo hasta saber que sería
de nosotros.
La noticia fue un empujón más hacia el abismo más negro.
Con el tiempo me curé como pude y me enamoré de una buena mujer.
Estuvimos treinta años juntos. Con hijos y todo.
Pero el tiempo hace estragos en la gente. Ella quiso separarse, pero yo
pensaba que podíamos superarlo. Hasta que una noche, llegué a casa y la encontré
en la cama con mi mejor amigo y su esposa.
No me salió una palabra, solo lágrimas y un fuego en el pecho que me
laceraba.
Me fui definitivamente. Me alquilé una pieza acá cerca, en el
conventillo de Don Mauro. Dejé de trabajar. Mis hijos me echaron la culpa de lo
atorranta que era la madre. Que yo la había empujado a eso… ¡Puta y lesbiana! Y
yo tenía la culpa.
Bah, quizás sí, no lo sé. “Solo sé que no sé nada” decía Sócrates y cuánta
razón tenía.
Fui a hablar con el cura del barrio. Le conté todo lo que me había
sucedido.
Me escuchó con atención o no, no lo sé. Luego me dijo que Dios perdonaba
todos mis pecados y que debía rezar tres aves María y tres padres nuestros en
carácter de penitencia.
La respuesta me hizo estallar. La ira me consumió. Fui un volcán en
erupción.
- ¿Que me tiene que perdonar Dios, que hice yo? ¿Pecados? Decime que
hice yo, boludo.
¿Y con seis oraciones ya estoy bien, ese es el remedio? ¿Según Dios ya soy
bueno otra vez? ¿Acaso fui malo? ¿Acaso entendiste algo de lo que te conté? , –
le dije gritando.
-Calmate hijo…, - me dijo, pero no terminó la frase porque le di
semejante trompada que cayó para atrás y se pegó la cabeza con uno de los
bancos de madera. Cuando vi la sangre corriendo por el piso, me di cuenta que
estaba muerto. Llamé yo mismo a la Policía. Me dieron siete años en la cárcel
de Batán.
Allí si toqué
fondo porque estar preso y el Infierno es la misma cosa. No quieras saber las
cosas que hice, lo que vi, a lo que sobreviví.
Salí y regresé a Buenos Aires, a la pieza de Don Mauro. Desde ese día
solo quiero ahogarme en alcohol porque esta vida de mierda no la aguanto más.
No es para mí. Paso.
Hago lo imposible para morirme, pero la parca hija de puta no me quiere
llevar. Debe pensar que se va a morir si lo hace -, terminó diciendo mientras
un esbozo de sonrisa se dibujó en el rostro.
Durante segundos o siglos tal vez, se quedaron en silencio mirándose a
los ojos.
Hasta que el poeta habló, mientras el borracho se tomaba lo que quedaba
en la botella.
-Yo te voy a llevar, no te preocupes hermano que te voy a llevar conmigo
y vas a ser feliz otra vez, este infierno en la tierra acabó para vos.
Y te llamás Martín, ese es tu nombre. -
Un helado escalofrío le corrió por la espalda e inmediatamente se le
llenaron los ojos de lágrimas. Por primera vez en muchos años lloraba de
emoción, casi con alegría.
Se pusieron de pie y se abrazaron como cuando eran chicos.
Recordaron el gol de Martín con el que le ganaron al equipo de los
Bomberos y tuvieron que salir corriendo porque les querían pegar por cargarlos.
También cuando ganaron las carreras de bicicletas y de karting en la
plaza.
O cuando jugaban toda la tarde al metegol en el club Deportivo Norte.
Hablaban y se miraban con los ojos brillantes de felicidad.
Hasta que se levantaron de sus sillas, Lucio pagó la cuenta y salieron
del Bar recordando más historias.
Apenas traspasaron la puerta, el poeta se desvaneció en el aire mientras
el borracho cruzaba sin mirar.
Su hermano lo aguardaba de pie en la vereda de enfrente, con dos
bicicletas recostadas contra una pared de ladrillos. Al final de la calle, la
vieja plaza de catorce de julio y la calesita, aquella donde dio su primer beso
a los once años, lo aguardaba.
Richard