Mis pensamientos me
habían llevado a intrincados refugios de historias pasadas en esa fría y
desolada noche en la Estación de trenes.
A pesar de no
saber dónde me encontraba, reconocí una voz del más allá que informaba sobre la
partida y a una sirena estridente que despertó a las palomas obligándolas a levantar
un vuelo algo errático, debido a la somnolencia.
Me levanté del banco
de cemento con bríos, pues mi espíritu estaba reconfortado, fortalecido por las
palabras que me había regalado María un rato antes.
Las únicas sombras
que existían eran las de la noche, para mí.
Avancé con paso
decidido por el andén y una vez en el vagón, busqué mi asiento. Cuando lo hallé,
acomodé mi bolso en el portaequipaje y me senté en la butaca que daba a la
ventanilla.
Sentí un
estremecimiento muy fuerte en todo el cuerpo cuando comenzamos a movernos.
Los sentimientos y
las sensaciones se entremezclaron con violencia; emoción, dolor, amor,
incertidumbre, miedo, valor, esperanza. Y hambre, tenía hambre y mucha por lo
que me dirigí al vagón comedor. Una vez allí, miré los precios en la pizarra con
detenimiento.
Me quitaron las ganas
de comer y me fui.
Recurrí entonces a
un vicio que estaba iniciando y que no abandonaría por casi treinta años,
encendí un cigarrillo y me senté en el piso cerca de una de las puertas de
acceso.
Allí me entregué
una vez más a mis devaneos y ensoñaciones, a mis recuerdos y a mis proyectos.
Cuando apagué el
tercer cigarrillo regresé a mi asiento para intentar dormir pues mi reloj me
indicó que eran las tres de la mañana.
Comencé a mirar
por la ventana. El movimiento cadencioso del tren y el sonido metálico de las
ruedas sobre los rieles tuvo un efecto relajante.
El campo azul,
iluminado por una soberbia luna llena y los animales echados en la hierba,
dormitando, serían un recuerdo para toda la vida.
Era fascinante ver
las casas dispersas por la vasta extensión de tierra con caminos de piedras,
faroles y tranqueras cerradas.
Muchas se
encontraban totalmente a oscuras en su interior mientras otras estaban iluminadas
por una luz amarilla, débil. Cada tanto veía caer alguna estrella, o al menos
eso creía.
También luces que
bajaban del cielo a velocidades increíbles y se perdían en el horizonte oscuro.
Por la ruta se podían ver algunos camiones, pocos autos y alguna camioneta
tuerta que iba por la ruta a baja velocidad.
Luego de un rato,
mis párpados no resistieron más su peso y comenzaron a bajar sobre mis ojos.
Me desperté
sobresaltado siendo de día. El sol entraba por la ventana sin ningún tipo de
escrúpulo. Me di cuenta que el cansancio y la tensión por todo lo vivido habían
hecho mella en mi cuerpo ya que de otra forma no se entendía como pude estar
dormido con el sol dando de lleno en mi cara.
Miré mi reloj y
eran las diez de la mañana. Faltaban dos horas tan solo para llegar y
encontrarme con ella. Mi ansiedad y alegría no cabían en mi cuerpo.
Y recordando sus
palabras me di cuenta que tenía razón, cuando me dijo que las luces del nuevo
día iluminarían mi día.
Estaba de buen
ánimo, las tristezas habían quedado a miles de kilómetros. Estaba feliz por el
reencuentro con la persona que más amaba en el mundo y era optimista con el
futuro. Atrás había quedado una historia familiar trágica pero que a los veinte
años no podía ni debía detenerme en esta aventura que es vivir.
Mi corazón estalló
cuando el Guarda del tren anunció por los altoparlantes que a las doce horas
aproximadamente, estaríamos arribando a destino. Nervioso miré otra vez mi
reloj.
Tomé mi bolso y lo
abracé muy fuerte pues lo que había allí adentro era lo único que quedaba de mi
vieja vida, algo de ropa, unos pocos pesos, algunos libros y fotografías del
pasado.
Pasadas las doce,
el tren aminoró su marcha al entrar en la Estación. Al contrario de mi corazón
que aceleró su ritmo de manera desenfrenada.
Fui hasta la puerta,
la abrí y me asomé para verla, aguardándome.
Miré hacia la
muchedumbre que se encontraba allí, más no la veía. Y seguí buscándola con la
vista hasta que de pronto, entre la multitud, vi a una hermosa joven con sus
brillantes cabellos negros y enormes ojos color café, corriendo, saltando,
mirando, intentando encontrarme.
No pude esperar a
que se detuviera totalmente el tren y me lancé al andén para salir corriendo a
su encuentro.
Todo se detuvo en
el momento que nos abrazamos. El viento dejó de volar, el agua de correr, el
fuego de arder, el planeta de girar. El tiempo detuvo sus las manecillas de los
relojes y el sol y la luna estuvieron juntos en el cielo.
La levanté en el
aire mientras nos besábamos emocionados.
Cuando la dejé en
el piso otra vez, nos miramos a los ojos empapados en lágrimas blancas.
Era algo más que
amor. Era algo místico, mítico, divino, puro, noble para nuestros veinte años
de edad o mil años de nuestras almas.
Logramos fundir nuestros
cuerpos en esos abrazos, en esos besos, se entrelazaron nuestras almas con una
fuerza poderosa, original.
De pronto nos
dimos cuenta que estábamos solos en la Estación, todos se habían ido, solo un
viejo perro callejero había quedado que nos miraba como solo un perro puede
hacerlo.
Fue entonces que
nos tomamos de la mano y felices nos perdimos en la antigua calle de tierra que
nos llevaba a la casa de la montaña donde viviríamos los tres.
Nuestra historia
había dado comienzo.
Richard
10-04-20
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