Marina cantaba al
son de la música de Queen, mientras Alfredo conducía su vieja camioneta por la
oscura y solitaria ruta.
- ¿Amor, cuando
llegamos al próximo pueblo? Sabés que no me gusta viajar de noche. - dijo ella
en el momento que dejó de cantar.
-A mí tampoco
cielo, pero el gringo Aurelio me mandó por esta ruta y está destrozada. Tengo
que ir lento para no romper nada. Calculo que pronto encontraremos un pueblo.
-respondió.
La mujer se calmó
con la respuesta y siguió cantando cada canción que salía de la radio.
A los pocos
minutos vieron con esfuerzo, por la falta de alumbrado, un cartel al costado de
la ruta. Se detuvieron y alumbrándolo con los faroles del auto leyeron.
“BIENVENIDOS A EL PROGRESO. Centro a tres kilómetros.”
-No hay luces pero
bueno, en la ciudad será distinto ¿No?,- dijo Marina.
-Tenemos que
entrar. Además, tengo que cargar combustible, -respondió él.
Tomaron aquel
tramo hacia el Centro y en pocos minutos llegaron.
Pero la
intranquilidad y la preocupación se apoderó de ambos.
Solo la luna
iluminaba las calles vacías y rotas.
Avanzaron
lentamente por la que alguna vez pudo ser la principal.
La soledad y el
silencio comenzó a estrujar con sus esqueléticos dedos, esos dos corazones.
Era un pueblo
abandonado; las casas estaban en ruinas, los techos habían colapsado y todo se
había derrumbado.
-Vámonos de aquí,
por favor, - pidió ella.
-Tenés razón, -
respondió y comenzó a dar la vuelta en U.
Lo estaba haciendo
cuando de pronto clavó los frenos pues al retomar el sentido contrario, se
encontró con un niño y su perro en medio de la calle.
Pasado el susto,
se bajaron y caminaron hacia el pequeño.
-Hola, ¿estás
bien? - le preguntó Marina algo angustiada.
-Si señora, estoy
bien, - respondió.
¿Te puedo
preguntar qué hacés solo en este pueblo abandonado? ¿Dónde están tus padres? -
preguntó Alfredo.
-En un rato
llegarán. ¿Y ustedes que hacen aquí, necesitan combustible? ¿O quieren
descansar y pasar la noche aquí? -
-Pero si no hay
nada, - respondió el hombre.
-Si quieren
descansar yo los puedo llevar al hotel donde estamos parando nosotros. - les
dijo y se acercó a la puerta trasera del auto con su perro.
La pareja se miró
y lejos de amedrentarse, decidieron ir al lugar que decía el niño.
Continuaron el
camino hasta llegar al hotel que por alguna razón estaba sin rastros de
devastación, aunque si a oscuras.
Entraron con
cierta cautela y se encontraron con la chimenea encendida.
Encendieron los
faroles que encontraron y se sentaron alrededor del fuego para recuperar calor.
El silencio lo
rompió el niño.
-Mi nombre es
Tomás, tengo doce años y yo viví en este pueblo con mis padres, hermanos y mi
perro Calabaza. ¿Quieren conocer su historia? -
-Sí que queremos,
pero decime antes donde están tus padres, - preguntó Marina.
-Mis hermanos
llegarán en pocos minutos. ¿Les cuento? -
Se miraron y se
acomodaron en unos polvorientos sillones para escuchar el relato.
-Bien. Este pueblo
fue declarado muerto hace cincuenta y siete años.
A comienzos del
siglo XX, treinta familias llegaron hasta este lugar buscando paz y
tranquilidad. Les gustó y se quedaron. Lo llamaron El Progreso.
En un principio
todo resultó cuesta arriba, pero con esfuerzo, fe y trabajo a destajo, lograron
transformar la aridez de la zona en un pueblo habitable y seguro.
Y el arribo del
ferrocarril, a los pocos años les dio el impulso que necesitaban para terminar
de crecer.
Todos los lunes,
el tren llegaba trayendo el correo y suministros de todo tipo, los cuales se
descargaban en los galpones de la estación. Luego cargaban la producción del
lugar; granos, productos manufacturados, lanas, artesanías con destino la
Capital y localidades intermedias.
También contaba
con dos vagones para pasajeros. La vida transcurría con normalidad.
Pero un maldito
lunes de agosto, melancólico y lluvioso, el tren no llegó.
La inquietud fue
enorme.
Solo las voces de
los más viejos le quitaron dramatismo al hecho.
“Algún desperfecto
mecánico”, dijeron algunos. “Es la primera vez en años”, manifestaron otros.
Pero el lunes
siguiente, el silbato de la locomotora no se hizo escuchar.
Allí si la
preocupación se apoderó de todos pues los galpones no daban abasto ya, faltaban
insumos… y todo se detenía. En los pueblos vecinos, la situación era la misma.
Un viernes llegó
un emisario del Ferrocarril al pueblo para informar que se había levantado el
ramal. La desazón se instaló en el corazón de todos.
Mientras tanto, en
la Capital, los dueños del ferrocarril se felicitaban por haber cerrado ese
ramal que les ocasionaba pérdidas económicas. Equilibraron sus cuentas a costa
de la existencia de muchos pueblos y cientos de seres humanos.
Desesperados, los
habitantes de estos pueblos se reunieron y formaron una comisión que se acercó
a la Casa de Gobierno. Presentaron un petitorio. Y después otro y otro y
otro...
Más el tiempo pasó
y la muerte del Progreso llegó.
Perdida toda
esperanza, comenzó el éxodo. Todos los días, moría alguien. Cada día partían
familias enteras en busca de nuevos horizontes.
En un año era un
pueblo muerto, un pueblo fantasma.
Los pocos animales
que quedaban se morían en las calles, las pocas personas enfermaban y morían
por falta de medicamentos, alimentos y agua limpia.
La estación,
otrora plena de vida y energía, era toda ruinas, el cartel oxidado con el
nombre del pueblo en el piso resumía la tragedia, hasta la campana de bronce
había desaparecido.
Solo una pareja y
sus tres hijos se quedaron hasta el final. Se habían jurado resistir, quedarse
en su pueblo natal, vivos o muertos.
Trataron de
sobrevivir, pero el agua contaminada por los animales que se morían y caían en
el arroyo, la falta de granos, de productos manufacturados, hicieron que el
hambre y las enfermedades los mataran. - terminó de hablar y se quedó en
silencio mirándolos.
Marina y Alfredo
se tomaron las manos y entendieron.
- ¿Somos esa
familia, ¿no? - preguntó Marina en voz alta.
-Si mamá. Desde
siempre que nos reunimos cada noche para charlar y contarnos la historia. Nos
prometimos en vida que aun muertos no abandonaríamos este, nuestro hogar. -
En ese momento entraron
al hall del hotel, sus dos hermanos, Mario y Franco.
Marina los miró a
todos, se encogió de hombros, sonrió y los abrazó.
- ¿Vamos hijos? -
dijo Alfredo. Todos asintieron mientras Calabaza movía la cola con la velocidad
de una hélice.
Se levantaron,
apagaron el fuego de los leños que aún crepitaban en la chimenea y salieron.
Caminaron juntos y
abrazados por la calle hasta llegar a la vieja estación.
Allí aguardaron al
último tren que lentamente avanzaba por la vía haciendo sonar su silbato.
Cuando llegó se
detuvo, el guarda se bajó con su farol e hizo señas para que los pasajeros
abordaran.
Aquella familia y
su perro subieron en el segundo vagón.
El guarda hizo
sonar su silbato y el tren arrancó otra vez. Lo hizo lentamente mientras las
vías se desvanecían detrás del vagón hasta que todo desapareció en la oscuridad de la noche.
Richard.
2015. Editado 07-10-19