domingo, 20 de octubre de 2019

EL ULTIMO TREN




Marina cantaba al son de la música de Queen, mientras Alfredo conducía su vieja camioneta por la oscura y solitaria ruta.
- ¿Amor, cuando llegamos al próximo pueblo? Sabés que no me gusta viajar de noche. - dijo ella en el momento que dejó de cantar.
-A mí tampoco cielo, pero el gringo Aurelio me mandó por esta ruta y está destrozada. Tengo que ir lento para no romper nada. Calculo que pronto encontraremos un pueblo. -respondió.
La mujer se calmó con la respuesta y siguió cantando cada canción que salía de la radio.
A los pocos minutos vieron con esfuerzo, por la falta de alumbrado, un cartel al costado de la ruta. Se detuvieron y alumbrándolo con los faroles del auto leyeron. “BIENVENIDOS A EL PROGRESO. Centro a tres kilómetros.”
-No hay luces pero bueno, en la ciudad será distinto ¿No?,- dijo Marina.
-Tenemos que entrar. Además, tengo que cargar combustible, -respondió él.
Tomaron aquel tramo hacia el Centro y en pocos minutos llegaron.
Pero la intranquilidad y la preocupación se apoderó de ambos.
Solo la luna iluminaba las calles vacías y rotas.
Avanzaron lentamente por la que alguna vez pudo ser la principal.
La soledad y el silencio comenzó a estrujar con sus esqueléticos dedos, esos dos corazones.
Era un pueblo abandonado; las casas estaban en ruinas, los techos habían colapsado y todo se había derrumbado.
-Vámonos de aquí, por favor, - pidió ella.
-Tenés razón, - respondió y comenzó a dar la vuelta en U.
Lo estaba haciendo cuando de pronto clavó los frenos pues al retomar el sentido contrario, se encontró con un niño y su perro en medio de la calle.
Pasado el susto, se bajaron y caminaron hacia el pequeño.
-Hola, ¿estás bien? - le preguntó Marina algo angustiada.
-Si señora, estoy bien, - respondió.

¿Te puedo preguntar qué hacés solo en este pueblo abandonado? ¿Dónde están tus padres? - preguntó Alfredo.
-En un rato llegarán. ¿Y ustedes que hacen aquí, necesitan combustible? ¿O quieren descansar y pasar la noche aquí? -
-Pero si no hay nada, - respondió el hombre.
-Si quieren descansar yo los puedo llevar al hotel donde estamos parando nosotros. - les dijo y se acercó a la puerta trasera del auto con su perro.
La pareja se miró y lejos de amedrentarse, decidieron ir al lugar que decía el niño.
Continuaron el camino hasta llegar al hotel que por alguna razón estaba sin rastros de devastación, aunque si a oscuras.
Entraron con cierta cautela y se encontraron con la chimenea encendida.
Encendieron los faroles que encontraron y se sentaron alrededor del fuego para recuperar calor.
El silencio lo rompió el niño.
-Mi nombre es Tomás, tengo doce años y yo viví en este pueblo con mis padres, hermanos y mi perro Calabaza. ¿Quieren conocer su historia? -
-Sí que queremos, pero decime antes donde están tus padres, - preguntó Marina.
-Mis hermanos llegarán en pocos minutos. ¿Les cuento? -
Se miraron y se acomodaron en unos polvorientos sillones para escuchar el relato.
-Bien. Este pueblo fue declarado muerto hace cincuenta y siete años.
A comienzos del siglo XX, treinta familias llegaron hasta este lugar buscando paz y tranquilidad. Les gustó y se quedaron. Lo llamaron El Progreso.
En un principio todo resultó cuesta arriba, pero con esfuerzo, fe y trabajo a destajo, lograron transformar la aridez de la zona en un pueblo habitable y seguro.
Y el arribo del ferrocarril, a los pocos años les dio el impulso que necesitaban para terminar de crecer.
Todos los lunes, el tren llegaba trayendo el correo y suministros de todo tipo, los cuales se descargaban en los galpones de la estación. Luego cargaban la producción del lugar; granos, productos manufacturados, lanas, artesanías con destino la Capital y localidades intermedias.
También contaba con dos vagones para pasajeros. La vida transcurría con normalidad.
Pero un maldito lunes de agosto, melancólico y lluvioso, el tren no llegó.
La inquietud fue enorme.
Solo las voces de los más viejos le quitaron dramatismo al hecho.
“Algún desperfecto mecánico”, dijeron algunos. “Es la primera vez en años”, manifestaron otros.
Pero el lunes siguiente, el silbato de la locomotora no se hizo escuchar.
Allí si la preocupación se apoderó de todos pues los galpones no daban abasto ya, faltaban insumos… y todo se detenía. En los pueblos vecinos, la situación era la misma.
Un viernes llegó un emisario del Ferrocarril al pueblo para informar que se había levantado el ramal. La desazón se instaló en el corazón de todos.
Mientras tanto, en la Capital, los dueños del ferrocarril se felicitaban por haber cerrado ese ramal que les ocasionaba pérdidas económicas. Equilibraron sus cuentas a costa de la existencia de muchos pueblos y cientos de seres humanos.
Desesperados, los habitantes de estos pueblos se reunieron y formaron una comisión que se acercó a la Casa de Gobierno. Presentaron un petitorio. Y después otro y otro y otro...
Más el tiempo pasó y la muerte del Progreso llegó.
Perdida toda esperanza, comenzó el éxodo. Todos los días, moría alguien. Cada día partían familias enteras en busca de nuevos horizontes.
En un año era un pueblo muerto, un pueblo fantasma.
Los pocos animales que quedaban se morían en las calles, las pocas personas enfermaban y morían por falta de medicamentos, alimentos y agua limpia.
La estación, otrora plena de vida y energía, era toda ruinas, el cartel oxidado con el nombre del pueblo en el piso resumía la tragedia, hasta la campana de bronce había desaparecido.
Solo una pareja y sus tres hijos se quedaron hasta el final. Se habían jurado resistir, quedarse en su pueblo natal, vivos o muertos.
Trataron de sobrevivir, pero el agua contaminada por los animales que se morían y caían en el arroyo, la falta de granos, de productos manufacturados, hicieron que el hambre y las enfermedades los mataran. - terminó de hablar y se quedó en silencio mirándolos.
Marina y Alfredo se tomaron las manos y entendieron.
- ¿Somos esa familia, ¿no? - preguntó Marina en voz alta.
-Si mamá. Desde siempre que nos reunimos cada noche para charlar y contarnos la historia. Nos prometimos en vida que aun muertos no abandonaríamos este, nuestro hogar. -
En ese momento entraron al hall del hotel, sus dos hermanos, Mario y Franco.
Marina los miró a todos, se encogió de hombros, sonrió y los abrazó.
- ¿Vamos hijos? - dijo Alfredo. Todos asintieron mientras Calabaza movía la cola con la velocidad de una hélice.
Se levantaron, apagaron el fuego de los leños que aún crepitaban en la chimenea y salieron.
Caminaron juntos y abrazados por la calle hasta llegar a la vieja estación.
Allí aguardaron al último tren que lentamente avanzaba por la vía haciendo sonar su silbato.
Cuando llegó se detuvo, el guarda se bajó con su farol e hizo señas para que los pasajeros abordaran.
Aquella familia y su perro subieron en el segundo vagón.
El guarda hizo sonar su silbato y el tren arrancó otra vez. Lo hizo lentamente mientras las vías se desvanecían detrás del vagón hasta que todo desapareció en la oscuridad de la noche.


Richard.

2015. Editado 07-10-19



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