Como cada sábado a
la tarde, el bullicio era enorme en el viejo conventillo de la calle Suarez en
el barrio de la Boca.
Los preparativos
para el gran baile de la noche eran muchos y muchos eran los que trabajaban para
que todo saliera bien. Era una fiesta.
Se llevaba a cabo
en el gran patio del fondo, aun con piso de ladrillo.
Sacaban todos los
trastos, macetas, bicicletas, ropas, sogas y todo lo que podía llegar a
estorbar. Levantaban la caca de los perros y baldeaban con lavandina todo el lugar.
Luego tiraban
cables de punta a punta y colgaban decenas de focos de luz. Cada tanto alguien
conseguía una lamparita de color amarillo o azul lo que le daba más fantasía a
aquella mágica noche donde los vivos, los muertos y los fantasmas del pasado se
congregaban para bailar tango.
Cuando todo estaba
listo, limpio y despejado, los hijos de don Astor sacaban de su pieza el
combinado con el tocadiscos para dejarlo a un costado de la improvisada pista
de baile.
Una pila alta de Long
plays, propiedad de Don Astor también, era colocada en una silla a su lado. Allí
podían encontrarse discos de Piazzolla, Hugo del Carril, Goyeneche, Julio Sosa,
entre otros. Y el infaltable Carlos Gardel, por encima de los demás. Cuando
pusieron los bancos y las sillas alrededor del patio dieron por terminada la
tarea.
El silencio y la
paz regresaron al lugar, pero solo por un rato.
Algunos se fueron a
dormir un rato para no abandonar temprano esa noche.
Otros, más jóvenes
se iban a tomar unos mates mientras algunos corrían hasta el bar para tomar una
cerveza.
Don Astor se quedó
en la pieza, solo y con las persianas cerradas. Intentó dormir en ese manto de oscuridad,
pero no pudo hacerlo, estaba inquieto.
Su sentimiento de
culpa seguía siendo muy grande a pesar que ya habían pasado tres años desde que
la Zulema, la mujer de toda su vida, había muerto.
Y el hecho de
estar enamorándose de su vecina, la Esther, sexagenaria y viuda como él, lo
atormentaba.
Ya habían bailado
muchas veces y cada vez la electricidad que sentían en cada roce era mayor. El calor
en cada mirada era suave y fogoso al mismo tiempo.
Se imaginaban
juntos en la cama, abrazados y la respiración se les aceleraba.
Todos los días se
encontraban en algún momento pues vivían en el mismo conventillo, a tres
puertas de diferencia.
Se saludaban
cortésmente, hablaban de los hijos, del tiempo, de los días de partido que
tenía Boca Juniors en su cancha y se alejaban, tímidos y culposos.
Él tenía un kiosco
de cigarrillos y golosinas a treinta metros de la entrada a la vivienda.
Ella limpiaba la
casa de una ricachona en el barrio de Barracas, desde hacía mucho tiempo…
Astor, al no poder
dormir se levantó y calentó el agua para tomar mate con bizcochitos de grasa
que había traído de su negocio.
Y fue que,
escuchando la emisora de tango en la vieja radio a transistores, pensó que ya
era hora de invitarla a la Esther.
Se puso los
pantalones, la musculosa blanca dentro de los mismos, ajustó su cinturón y
salió. Al llegar a la puerta de la mujer, dudó, pero al final lo hizo, golpeó
suavemente y dijo con voz suave.
-Esther, ¿Está? -
No hubo respuesta,
pero si ruidos dentro de la pieza.
Aguardó un par de
minutos hasta que vio cómo se abría la puerta. Lo atendió Esther que estaba
vestida con un deshabillé rosa furioso, grueso y largo hasta los tobillos y
pantuflas con forma de conejo. Su cabellera lucía endemoniada y la cara de
sueño era síntoma inequívoco del poco oportunismo de Astor.
-Perdón, mil
perdones Esther, la desperté. - dijo angustiado.
-No Astor, no se
haga problemas, ya me tenía que levantar. Quédese tranquilo y dígame que necesita.
- respondió.
-No, nada, solo
quería invitarla a tomar unos mates con bizcochitos y charlar un poco, pero no
importa, discúlpeme, me voy, será en otro momento, - dijo y regresó a su pieza
sin escuchar la voz de la mujer que le decía.
-No se vaya, por
favor, venga Astor. -
Se encerró y
temblando de vergüenza se tiró en la cama. Encendió un cigarrillo, viejo hábito
que había dejado y regresó a partir de la muerte de su mujer.
Cuando lo apagó y
tiró la colilla en el cesto de basura, escuchó que alguien golpeaba a su
puerta.
- ¡Don Astor, soy
la Esther! -
Al viejo se le
aceleró el corazón y comenzó a correr para acomodar todo, ventilar para sacar
el olor a tabaco y calentar el agua que se había enfriado.
Le abrió la puerta
y allí estaba ella, ahora con un vestido floreado de entrecasa y zapatillas
blancas. Se había peinado y perfumado.
- ¿Todavía está en
pie la invitación? Tengo ganas de mate con bizcochitos de grasa, - dijo
sonriente y alegre.
-Adelante por
favor, estoy calentando el agua y cambiando la yerba, - dijo feliz Astor.
Le pidió se
sentara en la silla que quisiera mientras él ponía todo en la mesa.
- ¿Amargo o
dulce?,-le preguntó a la mujer pues quería conocer su preferencia con el mate.
-Dulce como usted
Don Astor, - dijo la mujer sonriendo y sin ruborizarse.
-A mí también me
gusta usted…digo…dulce como usted, Esthercita, - respondió para luego ponerse
de los colores del arco iris por el acto fallido.
Ella rio con ganas
y lo contagió a él.
Mas distendidos
comenzaron a charlar, primero de los hijos, siguieron con los muertos, luego
con las enfermedades y las pastillas para terminar hablando del barrio, del
club, de los amigos y del tango.
Amaban bailar
tango. Esperaban con ansiedad cada sábado por la noche.
Y entre mates,
bizcochitos, confesiones y anécdotas transcurrieron casi tres horas.
Fue ella la que
dijo.
-Uhhh, me voy a
bañar y a cambiarme Astor, en un rato empieza a caer la gente del barrio para
el baile y quiero estar linda para vos. - le dijo con un tono por demás pícaro.
El hombre rio y le
respondió.
-Ponete linda que
esta noche voy a bailar solo con vos. Yo también me voy a bañar, afeitar y
ponerme el mejor traje. -
Cuando ella salió
de la pieza corrió eufórica a la suya. Se estaba enamorando y sabía que era
correspondida.
A las diez de la
noche en punto, comenzó a sonar la música. Aldo, el hijo mayor de Astor puso el
primer disco en el tocadiscos.
La concurrencia
era alta, el patio estallaba de gente de todas las edades. Julio Sosa fue el
elegido para comenzar.
Muchos comenzaron
a levantarse de las sillas para ir al centro a bailar.
Y como a las diez
y cuarto hizo su aparición Astor, enfundado en un traje negro, zapatos negros
relucientes, camisa blanca y corbata roja. Se había peinado con fijador.
Se quedó de pie a
un costado, esperándola. Nervioso como un adolescente. Llevaba una rosa en el
ojal.
Y fue que a los
cinco minutos ella apareció. Salió de su cuarto enfundada en un vestido negro
ajustado, un tajo en el mismo que permitía verle unas aún esplendidas piernas
cubiertas con medias de red, tacos altos, aros, colgantes, mucho perfume y
mucho maquillaje.
A Astor le
temblaron las piernas al verla. Ella avanzó decidida hacia él y le dio un beso
en la mejilla. Él se lo devolvió, sacó la flor que llevaba en el ojal y se la
colocó en el cabello.
Luego le tomó la
mano y fueron al medio del patio mientras se escuchaba la voz de Bibí Albert
que decía:
“Aguante el
corazón.
Nos toca agradecer
recomenzando.
Abrimos sucursal
en otro pecho afín
y en muchos más.
Hoy sé lo que ya
no,
y sé lo que tal
vez, y cómo y cuándo.
Jamás fui la
mitad,
me pertenezco a mí
y estoy acá.”
De pronto, el
gemido lastimero del bandoneón tocando las puertas del cielo, explotó en el
patio.
Se miraron, se
tomaron y comenzaron a bailar.
Cuando se tocaron
y se rozaron, se iluminaron y el mundo se perdió en la inmensidad del espacio.
Solo ella y él en
un punto infinito. Enamorados.
Richard
29-05-20