Luis es un ávido
lector desde muy temprana edad.
Siendo un niño devoraba
las letras de cada libro que caía en sus manos. Leer le permitía escalar el
Monte Olimpo y conocer la morada de los Dioses. O recorrer la Biblioteca de
Alejandría, cuna de todo el conocimiento antiguo hasta que el fuego se llevó más
de cuarenta mil obras.
O viajar hasta el
año 3400 A.C. para conocer donde guardaban en la ciudad de Uruk , antigua
ciudad de Mesopotamia situada en la ribera del río Éufrates, la sabiduría de
aquella época entre manuscritos y tablillas de arcilla.
Pero solo se detenía
en la antigua Bizancio. Allí se quedaba días para recorrerla metro a metro,
historia a historia.
La arquitectura,
su arte, sus calles, sus edificios y monumentos lo embelesaban. El recorrido
por el Gran Bazar de Estambul, con sus cuatro mil tiendas y cincuenta y ocho
calles, era su preferido. Allí buscaba piezas históricas inimaginables como la lámpara
de Aladino, o las cabezas de Medusa en la Cisterna Basílica entre otros.
También se
deleitaba con la orfebrería, joyas y las clásicas alfombras, productos de la
creatividad e imaginación de los turcos.
Más ese día, el
viaje llegó a su fin cuando su madre lo llamó para comer.
Allí el
adolescente, que estaba admirando sus calles, iglesias y edificios antiguos,
regresó de forma abrupta a su habitación.
Cuando llegó al
comedor, su padre ya estaba sentado y comiendo.
Mientras, su madre servía comida en el plato del joven y el suyo.
¿Siempre hay que
esperarte a vos, que hacés tanto tiempo en tu cuarto, te tocás y tocás
asqueroso. Te vas a quedar ciego de tanto hacértela -, dijo muy disgustado el
padre.
-Pará Raúl, no le
digas eso al chico, estamos comiendo -, le pidió la madre.
-Que pará ni pará,
siempre defendiendo a este boludo. No hace nada, en el colegio le va mal, no
tiene amigos. Nunca va a llegar a nada. Solo lee el pelotudo, como si leer
sirviera de algo. Yo tengo tercer grado, nunca leí un puto libro y trabajo de
los quince años. Y puedo mantener a esta familia. Así que callate idiota -,
gritó.
Esas últimas
palabras colmaron la paciencia del joven de catorce años.
Se levantó de su
silla, se acercó hasta el lugar donde estaba sentado el padre y lo comenzó a
mirar con odio.
- ¿Qué, me vas a dar
un beso mariconcito de mamá? -, le dijo con sorna.
Luis estuvo a
punto de empujarlo para que se caiga de la silla, pero no lo hizo.
Respiró hondo,
miró al cielo y le dijo.
-Padre no te voy a
llamar porque vos no lo sos, ser padre es otra cosa. Tampoco esposo de mi
madre, porque ser esposo es otra cosa, no esto que sos…, - lo espetó mientras
el padre se ponía de pie y le decía.
-No te lo voy a
permitir mocoso de mierda -, gritó y alzó la mano derecha.
A punto de pegarle,
el alarido de la madre retumbó en todos los rincones de la casa.
- ¡NO SE TE OCURRA
TOCARLO PORQUE TE MATO, HIJO DE PUTA!
Tenía un cuchillo
de mesa en la mano.
¡Andate, andate de
esta casa y no vuelvas nunca más, no necesitamos tu dinero, tu presencia, nada
de vos. ¡Solo tomá tus cosas y andate! -, gritó desaforada.
El viejo sonrió
con sarcasmo y fue a su cuarto para preparar sus valijas. Se llevó todos los
ahorros que guardaban en un viejo sobretodo. No les dejó un solo peso.
Al rato, cargó
todo en su vieja camioneta y antes de irse les dijo.
-Ya van a querer
que vuelva y me van a pedir perdón. ¿Y saben por qué? Porque son dos inútiles,
vos ni de puta podés trabajar y el otro es un vago que no sirve para nada.
Chau, hasta nunca -, dijo. Luego encendió el motor de su vehículo y se marchó.
Madre e hijo se
abrazaron y lloraron por un largo rato.
-Mamá, quedate
tranquila que saldremos adelante. Vamos a trabajar los dos mientras sigo
estudiando y me recibo de algo.
Este es el primer día
del resto de nuestras vidas mamá. ¿Y sabés donde terminaremos nuestros días? En
Estambul -, dijo. Y sonrieron entre suspiros.
Los primeros días
fueron crueles. El hambre se instaló en aquella casa, hasta que Analía
consiguió trabajo en una panadería. No era mucho el dinero, pero el pan y los
dulces no les faltaron.
El joven, cuando
salía del colegio, trabajaba como cadete en una farmacia del barrio.
Lo que juntaban les
alcanzaba para comer y pagar las cuentas. Tanto y tan poco.
Pasó el tiempo. El
muchacho, una vez que terminó el secundario comenzó a trabajar en un estudio
contable, mientras la madre hacía maravillas con el dinero. Estaban saliendo adelante.
Los años pasaron.
Ella había cumplido cincuenta años, aunque aparentaba más. Los sacrificios, las
pocas horas de sueño y la tristeza de su alma habían dejado marcas eternas en
su delgado cuerpo.
El, un joven de casi
treinta años se recibió de Contador. En poco tiempo escaló posiciones dentro
del Estudio y sus ingresos económicos eran importantes.
Comenzaron a vivir
con cierta soltura económica.
Un día Luis se
casó con su novia de la secundaria y fueron a vivir a una casa distante una
cuadra de la casa de su madre.
No permitió le
faltara nunca nada y cada día la visitaba, una vez a la mañana antes de ir a
trabajar, otra al regreso del trabajo y la última luego de la cena, un café y
charla. A veces lo acompañaba Sonia. Los fines de semana comían y compartían la
tarde del domingo…
Y fue en un bello
y templado atardecer de otoño que, navegando sobre las aguas del Bósforo,
admirando las cúpulas de los palacios, las fortalezas antiguas y los puentes
iluminados de colores, Luis le preguntó a Analía.
- ¿Mamá, te acordás
donde te dije que terminaríamos nuestros días, aquella noche en que nos
quedamos solos? -
- ¡Si hijo mío,
como olvidarlo! -, respondió mientras se abrazaban con lágrimas de felicidad en
los ojos.
Richard
14-12-19
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