viernes, 29 de mayo de 2020

EL BAILE




Como cada sábado a la tarde, el bullicio era enorme en el viejo conventillo de la calle Suarez en el barrio de la Boca.
Los preparativos para el gran baile de la noche eran muchos y muchos eran los que trabajaban para que todo saliera bien. Era una fiesta.
Se llevaba a cabo en el gran patio del fondo, aun con piso de ladrillo.
Sacaban todos los trastos, macetas, bicicletas, ropas, sogas y todo lo que podía llegar a estorbar. Levantaban la caca de los perros y baldeaban con lavandina todo el lugar.
Luego tiraban cables de punta a punta y colgaban decenas de focos de luz. Cada tanto alguien conseguía una lamparita de color amarillo o azul lo que le daba más fantasía a aquella mágica noche donde los vivos, los muertos y los fantasmas del pasado se congregaban para bailar tango.
Cuando todo estaba listo, limpio y despejado, los hijos de don Astor sacaban de su pieza el combinado con el tocadiscos para dejarlo a un costado de la improvisada pista de baile.
Una pila alta de Long plays, propiedad de Don Astor también, era colocada en una silla a su lado. Allí podían encontrarse discos de Piazzolla, Hugo del Carril, Goyeneche, Julio Sosa, entre otros. Y el infaltable Carlos Gardel, por encima de los demás. Cuando pusieron los bancos y las sillas alrededor del patio dieron por terminada la tarea.
El silencio y la paz regresaron al lugar, pero solo por un rato.
Algunos se fueron a dormir un rato para no abandonar temprano esa noche.
Otros, más jóvenes se iban a tomar unos mates mientras algunos corrían hasta el bar para tomar una cerveza.
Don Astor se quedó en la pieza, solo y con las persianas cerradas. Intentó dormir en ese manto de oscuridad, pero no pudo hacerlo, estaba inquieto.
Su sentimiento de culpa seguía siendo muy grande a pesar que ya habían pasado tres años desde que la Zulema, la mujer de toda su vida, había muerto.
Y el hecho de estar enamorándose de su vecina, la Esther, sexagenaria y viuda como él, lo atormentaba.
Ya habían bailado muchas veces y cada vez la electricidad que sentían en cada roce era mayor. El calor en cada mirada era suave y fogoso al mismo tiempo.
Se imaginaban juntos en la cama, abrazados y la respiración se les aceleraba.
Todos los días se encontraban en algún momento pues vivían en el mismo conventillo, a tres puertas de diferencia.
Se saludaban cortésmente, hablaban de los hijos, del tiempo, de los días de partido que tenía Boca Juniors en su cancha y se alejaban, tímidos y culposos.
Él tenía un kiosco de cigarrillos y golosinas a treinta metros de la entrada a la vivienda.
Ella limpiaba la casa de una ricachona en el barrio de Barracas, desde hacía mucho tiempo… 
Astor, al no poder dormir se levantó y calentó el agua para tomar mate con bizcochitos de grasa que había traído de su negocio.
Y fue que, escuchando la emisora de tango en la vieja radio a transistores, pensó que ya era hora de invitarla a la Esther.
Se puso los pantalones, la musculosa blanca dentro de los mismos, ajustó su cinturón y salió. Al llegar a la puerta de la mujer, dudó, pero al final lo hizo, golpeó suavemente y dijo con voz suave.
-Esther, ¿Está? -
No hubo respuesta, pero si ruidos dentro de la pieza.
Aguardó un par de minutos hasta que vio cómo se abría la puerta. Lo atendió Esther que estaba vestida con un deshabillé rosa furioso, grueso y largo hasta los tobillos y pantuflas con forma de conejo. Su cabellera lucía endemoniada y la cara de sueño era síntoma inequívoco del poco oportunismo de Astor.
-Perdón, mil perdones Esther, la desperté. - dijo angustiado.
-No Astor, no se haga problemas, ya me tenía que levantar. Quédese tranquilo y dígame que necesita. - respondió.
-No, nada, solo quería invitarla a tomar unos mates con bizcochitos y charlar un poco, pero no importa, discúlpeme, me voy, será en otro momento, - dijo y regresó a su pieza sin escuchar la voz de la mujer que le decía.
-No se vaya, por favor, venga Astor. -
Se encerró y temblando de vergüenza se tiró en la cama. Encendió un cigarrillo, viejo hábito que había dejado y regresó a partir de la muerte de su mujer.
Cuando lo apagó y tiró la colilla en el cesto de basura, escuchó que alguien golpeaba a su puerta.
- ¡Don Astor, soy la Esther! -
Al viejo se le aceleró el corazón y comenzó a correr para acomodar todo, ventilar para sacar el olor a tabaco y calentar el agua que se había enfriado.
Le abrió la puerta y allí estaba ella, ahora con un vestido floreado de entrecasa y zapatillas blancas. Se había peinado y perfumado.
- ¿Todavía está en pie la invitación? Tengo ganas de mate con bizcochitos de grasa, - dijo sonriente y alegre.
-Adelante por favor, estoy calentando el agua y cambiando la yerba, - dijo feliz Astor.
Le pidió se sentara en la silla que quisiera mientras él ponía todo en la mesa.
- ¿Amargo o dulce?,-le preguntó a la mujer pues quería conocer su preferencia con el mate.
-Dulce como usted Don Astor, - dijo la mujer sonriendo y sin ruborizarse.
-A mí también me gusta usted…digo…dulce como usted, Esthercita, - respondió para luego ponerse de los colores del arco iris por el acto fallido.
Ella rio con ganas y lo contagió a él.
Mas distendidos comenzaron a charlar, primero de los hijos, siguieron con los muertos, luego con las enfermedades y las pastillas para terminar hablando del barrio, del club, de los amigos y del tango.
Amaban bailar tango. Esperaban con ansiedad cada sábado por la noche.
Y entre mates, bizcochitos, confesiones y anécdotas transcurrieron casi tres horas.
Fue ella la que dijo.
-Uhhh, me voy a bañar y a cambiarme Astor, en un rato empieza a caer la gente del barrio para el baile y quiero estar linda para vos. - le dijo con un tono por demás pícaro.
El hombre rio y le respondió.
-Ponete linda que esta noche voy a bailar solo con vos. Yo también me voy a bañar, afeitar y ponerme el mejor traje. -
Cuando ella salió de la pieza corrió eufórica a la suya. Se estaba enamorando y sabía que era correspondida.
A las diez de la noche en punto, comenzó a sonar la música. Aldo, el hijo mayor de Astor puso el primer disco en el tocadiscos.
La concurrencia era alta, el patio estallaba de gente de todas las edades. Julio Sosa fue el elegido para comenzar.
Muchos comenzaron a levantarse de las sillas para ir al centro a bailar.
Y como a las diez y cuarto hizo su aparición Astor, enfundado en un traje negro, zapatos negros relucientes, camisa blanca y corbata roja. Se había peinado con fijador.
Se quedó de pie a un costado, esperándola. Nervioso como un adolescente. Llevaba una rosa en el ojal.
Y fue que a los cinco minutos ella apareció. Salió de su cuarto enfundada en un vestido negro ajustado, un tajo en el mismo que permitía verle unas aún esplendidas piernas cubiertas con medias de red, tacos altos, aros, colgantes, mucho perfume y mucho maquillaje.
A Astor le temblaron las piernas al verla. Ella avanzó decidida hacia él y le dio un beso en la mejilla. Él se lo devolvió, sacó la flor que llevaba en el ojal y se la colocó en el cabello.
Luego le tomó la mano y fueron al medio del patio mientras se escuchaba la voz de Bibí Albert que decía:
“Aguante el corazón.
Nos toca agradecer recomenzando.
Abrimos sucursal
en otro pecho afín y en muchos más.
Hoy sé lo que ya no,
y sé lo que tal vez, y cómo y cuándo.
Jamás fui la mitad,
me pertenezco a mí y estoy acá.”
De pronto, el gemido lastimero del bandoneón tocando las puertas del cielo, explotó en el patio.
Se miraron, se tomaron y comenzaron a bailar.
Cuando se tocaron y se rozaron, se iluminaron y el mundo se perdió en la inmensidad del espacio.
Solo ella y él en un punto infinito. Enamorados.

Richard
29-05-20

domingo, 24 de mayo de 2020

LA NIÑA, SU ABUELA Y LA MUÑECA



Julia era una bella e inquieta niña de seis años. Se despertaba muy temprano en la mañana y comenzaba los juegos en la cama con sus muñecas, que las tenía en cantidad y de distintas épocas. Llegó a tener catorce entre las que le regalaban sus padres, Florencia y Tomás, sus tías y sus abuelas.
Pero como siempre, una era su preferida, Marilú. Era muy alta, de plástico y goma, con cabello castaño enrulado, ojos azules y cantaba canciones de cuna.
Dormían abrazadas y el té, en la tarde, lo tomaba con ella a su lado. Luego estaban Tomasa, Elsa y Dora, buenas amigas, pero ninguna como Marilú.
Y a la calle no salía sin ella, fuera adonde fuera.
Un domingo a la tarde, estaba jugando en el patio cuando sus padres le dijeron que irían a visitar a la abuela Nora. Florencia la ayudó a vestirse y Julia le cambió el vestido a Marilú.
Eran las tres de la tarde cuando subieron al auto de Tomás, un viejo sedán cuatro puertas.
A pocas cuadras se detuvieron en la panadería para llevar una torta con crema.
Tardarían una hora en llegar a la casa de la abuela que vivía sola a pesar de que estaba por cumplir ochenta años. Una joven, Ana, iba cada mañana para ayudarla con los quehaceres domésticos, hacer las compras y acompañarla hasta las dos de la tarde. Luego se iba y se quedaba sola a petición de ella. Le gustaba la soledad, sus recuerdos, esa casa, donde vivía desde los tres años y el jardín, al que le dedicaba la mayor parte de su tiempo.
Una vez que partía su asistente, tomaba una siesta, luego se levantaba, tomaba mate y miraba un rato la tele hasta que se aburría y salía al jardín a regar las plantas, cuidarlas, mimarlas. Luego se sentaba en el sillón de madera que había construido su padre y pensaba. Cada tarde, además tenía la visita de los dos perros de sus vecinos, los cuales se quedaban un rato, como cuidándola. A veces, una lagrima caía, pero enseguida la secaba con sus manos.
Al llegar la noche, se preparaba una frugal cena y se metía en la cama antes de las diez, siempre acompañada por un libro que apenas leía dada su vista maltrecha y la tele encendida para ver alguna película hasta que se le cerraran los ojos.
Esa tarde de domingo se había puesto muy feliz con la visita de su hija, su yerno y su nieta.
Temprano había preparado panqueques para servirlos con dulce de leche o crema y helado de vainilla que le había comprado Ana el día anterior.
Además, había dejado sobre la mesa, una jarra de café, otra de agua para el té y jugo de naranja.
Cuando llegaron fue todo alegría, besos y abrazos. Pasaron al living y allí conversaron mientras se entregaban al placer de los dulces.
Julia, una vez que comió el panqueque con helado, comenzó a recorrer la casa como siempre lo hacía.
Fue al jardín, siguió con los baños hasta meterse en cada cuarto. Cuando llegó al de su abuela, abrió la puerta y se quedó inmóvil sin querer entrar.
Lo que encontró llamó mucho su atención pues en la mecedora, mirando por la ventana estaba ella, Nora.
Una luz brillante la rodeaba, estaba más bella que nunca y la rodeaba una paz inconcebible.
Miró a la niña con mucha ternura, mucho amor y le pidió se acercase.
Julia hizo caso y fue a abrazarla, a pesar de la confusión de no saber cómo había llegado tan rápido al cuarto si había escuchado su voz en el living, mientras hablaba con sus padres.
La anciana la abrazó muy fuerte y mirándola a los ojos le dijo.
-No te asustes mi amor, solo quiero despedirme de vos pues has sido mi gran amor desde tu nacimiento. Me has hecho tan, pero tan feliz que no podía irme esta noche, sin abrazarte especialmente y en secreto, para que nunca me olvides. Quiero que seas una buena niña, que juegues y te diviertas mucho -, terminó diciendo algo emocionada.
-Pero Abu, ¿Adónde te vas? ¿No me podés llevar? -, preguntó ansiosa.  
-No mi chiquita, adonde voy van solo los viejitos como yo. Cuando vos seas muy, muy viejita vas a venir y yo te voy a estar esperando. Pero ahora tenés que crecer, convertirte en una mujer increíble, mejor madre y una adulta feliz.
Te amo, niña, te voy a estar cuidando siempre, nunca te voy a olvidar. ¡Y no me olvides!!
Ahh, no le cuentes a papá y a mamá de este momento pues no te lo van a creer-, dijo con lágrimas en los ojos.
La niña, la escuchó y generosa, le dejó en el regazo la muñeca que tanto amaba.
Se esfumaron ante sus ojos las dos, entre luces de colores y brillos cegadores.
La niña se quedó pensando y se sentía bien, feliz ya que su abuela no estaría sola durante el viaje. Marilú estaba con ella.
Regresó corriendo a la sala y allí estaban, papá, mamá y la abuela Nora.
Se quedó callada y estuvo sin hablar hasta que subieron al auto.
Antes de partir, le dio un beso y un abrazo eterno a su abuela quien se emocionó y sonrió por largos minutos.
Ya en el auto, la miró por la ventanilla. La vio agitando la mano, emocionada, hasta que le guiñó un ojo.
Tomás condujo hasta su casa mientras Florencia conversaba por celular con la tía Irma.
Al terminar la conversación miró a Julia y le preguntó que le ocurría que estaba tan callada.
-Nada mami, estoy bien, solo pienso. Un poquito -.
La ocurrencia les causó gracia a ambos hasta que la madre dio un grito.
- ¡Marilú!, no la tenés. Te la olvidaste en lo de la abuela -.
-No mamá no me la olvidé, se la regalé -, respondió.
-¿En serio? Era tu muñeca preferida. ¿No la vas a extrañar? -.
-No porque la Abu, la necesitaba más que yo y Marilú quería acompañarla -, dijo y dejó de hablar.
Su madre no dijo nada y lo miró a Tomás que levantaba los hombros.
Cuando llegaron a la casa ya era de noche.
-Vamos Juli, vamos a bañarnos que mañana empezás el primer grado -, dijo Florencia.
Mientras disfrutaban de aquel baño, sonó el teléfono fijo. Tomás atendió.
A los pocos segundos, el padre entró al baño y le dijo a su esposa, que fuera a atender a su hermana. Su cara tenía lágrimas.
Florencia corrió hacia el teléfono y Tomás se quedó en el baño, secando a Julia.
-Papi, ¿te cuento un secreto? Yo sé lo que está pasando. Es la Abu Nora que se fue de viaje con Marilú. Se la regalé para que no se sintiera sola -, dijo con una sonrisa.
Su padre la abrazó y no la soltó por muchos minutos.

Richard
24-05-20








sábado, 16 de mayo de 2020

TODO SUCEDIÓ BAJO LA LLUVIA




Mario contemplaba a la lluvia caer desde temprano desde la ventana.
Ver como estallaban los pequeños cristales contra el pavimento de la calle solitaria, era un hechizo de nostalgia. Eran cientos, miles, millones de gotas de agua cayendo sin dar tregua.
La soledad rugía en aquel cuarto. La luz amarillenta y tenue que irradiaba la antigua lámpara que le había regalado la abuela Nené y la música de Pink Floyd, vibrando melodiosa y suavemente en el cuarto permitían que Mario pudiera personificar a la melancolía; una bellísima mujer, de una blanca palidez, con antiguos ropajes y profundos ojos azules. Tenía un nombre: María.
Una lágrima comenzó a rodar por su mejilla mientras veía como la calle era poseída por una niebla, espesa, maciza, blanca. Unos instantes después apareció ella. ¡Qué bella era su sonrisa! ¡Qué bella era!...
Corrían los años setenta.
Se conocieron en una fiesta que había organizado el quinto año de la escuela de ella para recaudar fondos para el viaje de egresados.
Se miraron y se enamoraron, perdidamente uno del otro. No podían estar separados un instante. Todos los días él la esperaba a la salida de su colegio para luego perderse en las pequeñas callecitas arboladas del barrio. Conversaban, reían, se besaban o tan solo se miraban. Caminaban hasta la playa y allí en un espigón de madera, se quedaban horas sentados, perdiendo la noción del tiempo y hasta del espacio. Nada había alrededor de ellos.
Solo el mar y el cielo custodiando ese amor supremo.
Cuando el sol caía, emprendían el camino de regreso hacia la casa donde los esperaba la madre de María, siempre con algo para comer o tomar.
Conversaban un rato con Helena, mujer dulce y refinada, docente en la Facultad de Filosofía y Letras, para luego quedarse solos en el cuarto, refugio para escuchar música y prodigarse amor hasta que, entrada la noche, Mario se iba a su casa con las estrellas iluminando su camino.
Allí nadie le preguntaba nada. Podía llegar a las tres de la mañana, estar ausente días que nadie se preocuparía. Su relación con los padres era difícil.
Pasó más de un año y la pareja estaba más fuerte que nunca. Comenzaron a hablar de casamiento. El colegio secundario se había terminado.
Mario quería estudiar Medicina, ella, Ciencias Políticas, pero para ello debían radicarse en la Capital. Debían juntar dinero por lo que ella comenzó a trabajar como modelo, él en un Banco privado.
Pero la muerte estaba al acecho en la casa de María. El fallecimiento de su padre complicó los planes, además de sumirla en una profunda tristeza.
Pero al poco tiempo, la decisión de su madre de regresar a su pueblo natal, la devastó. Y María sabía que no podía dejarla sola, debía acompañarla.
La despedida de aquellos jóvenes no podía ser más dramática. Se juraron amor eterno y se comprometieron a estar juntos en dos años y no separarse nunca más.
María sintió morir cuando el tren partió alejándolo de su amor. Lloró todo el viaje.
Mario corrió detrás del mismo hasta caer de rodillas en el andén.
Los primeros días eran jirones de seres humanos. Ella, en una ciudad de la cual se había alejado cuando tenía seis años. Nada conocía ni recordaba.
El, en su ciudad, pero sin ella y donde todo se la recordaba. Las calles, la playa, el viejo espigón de madera, el perro abandonado que habían adoptado y que siempre los esperaba en la punta del mismo moviendo frenético su rabo cuando los veía llegar.
Las cartas eran diarias, las llamadas telefónicas eran semanales, los viajes estaban fuera del presupuesto que manejaban. Se habían prometido no desviar el dinero ahorrado. Estaban muy seguros de su amor, pensaban que el tiempo no haría mella en sus corazones. Solo los alentaba pensar en el día en que se volvieran a reunir.
Pasaron los meses. La tristeza del comienzo se transformó en resignación para luego dar paso, tímidamente, a un intento de disfrutar el tiempo a sus veinte años.
Comenzaron las salidas de ambos con amigos y amigas, nada formal.
Pero débil, un día María sucumbió ante los embates insistentes y constantes del hijo de un diseñador famoso. Luego de aquel desfile de modas, éste la invitó a celebrar. Primero fue charla, copas, luego cena romántica para terminar la noche en el mejor hotel de la ciudad.
Cuando María regresó a su casa, comenzó a llorar desconsoladamente. Su tristeza no tenía fondo. No se perdonaba haber fallado, haber herido el corazón del amor de su vida. Se sentía una escoria, una sucia, una ramera infame.
El brillo, el lujo con que la conquistó momentáneamente su amigo, le hizo temblar toda su estructura mental pues jamás le había interesado nada de eso. Pero esa noche se deslumbró con todo. Su dolor se hizo intolerable y su culpa, infinita.
Estuvo una semana sin salir de su casa. No quería ver a nadie. Tampoco hablar.
Mario la llamó repetidas veces, pero María se hizo negar una y otra vez por una Helena encerrada en su dolor de hija.
La joven necesitaba tiempo para pensar y saber qué hacer.
Pero el silencio de ella impactó duramente a Mario al punto de enojarse.
Una noche Elba, llamó al joven para saber si quería acompañarla a una fiesta en la casa de una amiga. En otro momento la respuesta hubiera sido negativa. En otro momento.
Acordó pasarla a buscar a las once de la noche por su casa. Antes de enamorarse de María, él había salido un tiempo con ella, nada formal, tenían quince años.
Estaban disfrutando de una magnifica noche; conversaban, bebían, se divertían para terminar besándose con pasión en la soledad de una playa alejada con la luna de testigo. Hicieron el amor sobre la arena. Cuando Mario la dejó en la puerta de la casa, Elba le preguntó que había significado para él.
-No lo sé. En cuanto lo sepa te digo. - respondió. Ella entendió y con un beso se despidieron.
Mario estaba realmente confundido. Elba le gustaba, pero amaba a una María que no atendía sus llamadas. Habían pasado un par de meses sin saber nada de ella.
Y con la libertad que da el escaso conocimiento, imaginó e imaginó lo peor, que estaba saliendo con alguien más. El enojo y la desesperación se apoderaron de él. Esa tarde, solo en la playa, maldijo a los cuatro vientos, lloró e insultó hasta quedarse sin lágrimas y sin voz. Y tomó la decisión.
Corriendo se dirigió a la casa de Elba. Ya en la casa le pidió caminar pues tenía la respuesta a lo ocurrido la noche anterior. Y fue allí que la besó con mucha ternura.
A partir de ese día Mario no intentó más, comunicarse con María. Ella seguía sin saber qué hacer, estaba atrapada en su propia telaraña. Y también pensó lo peor.
Y así pasó el tiempo. Ella que no se animaba a decir la verdad y él seguía enojado mientras los sentimientos hacia Elba crecían lento.
Al ver que Mario no la llamó más, se angustió y se alegró sin lógica racional porque de esa forma no le debía dar explicaciones sobre aquella fatídica noche de sexo.
Una amiga la ayudó a salir de ese intrincado pozo en el que estaba inmersa. Conversaron horas.
-Tenés que viajar, verlo y decirle toda la verdad. Te volverás loca si no lo hacés. Si lo entiende y te perdona, bien, y si no…no tenía que ser. -
María se decidió. Al día siguiente sacaría el pasaje en micro. Estaba muy nerviosa, pero sabía que era lo que tenía que hacer. Estaba segura que Mario la perdonaría, que entendería.
Luego de un viaje de un día llegó a su vieja ciudad y tomó un taxi.
Bajó del auto y caminó hasta la puerta con el corazón que pugnaba por salir de su pecho. Tocó el timbre y se asomó a la ventana que daba al living.
El dolor la atravesó como una lanza cuando vio que Mario y Elba se estaban besando en el sillón donde tantas veces se habían besado ellos. Salió corriendo llorando desconsolada. Cuando Mario abrió la puerta y la vio, corrió tras ella. Cruzaron calles sin mirar, con la vista nublada de lágrimas hasta que llegaron a la playa. Allí María se detuvo cuando llegó al viejo espigón y se quedó inmóvil de espalda al mar.
- ¿Por qué?,- gritó ella. - ¿Fue todo mentira lo que nos dijimos, vivimos, proyectamos? -
-Nos juramos amor eterno Mario, - gritó con el alma.
El dolor hizo que el mar temblara y sus fantasmas despertaran en forma de salvajes olas.
-Vos dejaste de atender mis llamados, vos te alejaste, vos seguramente estás con otro. -
-Sí, sí, lo sé, lo hice una noche y me odio desde ese día, me estoy volviendo loca, no como, no duermo, no vivo, no puedo perdonarme. Por eso vine, para que vos me perdones porque sos mejor que yo. Al menos eso creía. Veo que somos iguales.
- ¿Porque no me lo contaste María en lugar de quedarte callada y alejarte?,- gritó rompiendo en llanto.
-Porque tenía vergüenza Mario, tenía miedo, estaba asustada. -
El llanto desconsolado de ambos se mezcló con la lluvia que comenzó a caer en esos momentos. Querían abrazarse, pero no se animaban. Hasta que él corrió hacia ella, la abrazó muy fuerte y no la soltó. Y se fundieron, fueron uno solo otra vez. Y el viento y la lluvia que arreciaban no los tocaba, solo los acariciaba con la dulzura de una pluma.
Se miraron profundamente a los ojos, sonrieron y caminaron hacia el borde del espigón. Era una forma de estar para siempre juntos. Se prodigaron “Te amo” infinitas veces, se besaron, se acariciaron los rostros y mirándose a los ojos se tiraron juntos al mar embravecido mientras en el horizonte se dejaban ver remotas luces mientras el aire se rompía en truenos.
A los tres días Mario despertó en el hospital. Allí estaba Elba aguardando a que abriera los ojos.
-Hola, - le dijo muy dulcemente.
-Hola, ¿Qué…qué hago aquí? -
-Calmate por favor. Te encontraron unos pescadores, desmayado sobre las rocas del viejo espigón con la cabeza rota. Te golpeaste muy fu…- Mario la interrumpió desaforadamente.
- ¿María cómo está? -
-La encontraron dos días después. Lo lamento tanto mi amor-
- ¡No y no y no, no puede ser, nos iríamos juntos! Repitió una y otra vez en medio de una angustia desgarradora. Lloró hasta que las lágrimas se secaron. Fue entonces que dejó de hablar con el mundo. Ni sus padres, ni amigos, nadie pudo hacerlo hablar más.
A los siete días le dieron el alta. Lo que salió del hospital era una sombra de Mario.
Poco antes de irse de la ciudad fue a visitar la tumba donde estaba enterrada María. Allí le pidió, le rogó que cuando su corazón no resistiera más lo vaya a buscar.
Pasaron treinta años. Cambió de ciudad decenas de veces, también de trabajos, de aquí para allá, era un nómade. Siempre con el dolor a cuestas, María y tan solo María. Nada ni nadie logró conmoverlo. La soledad era su única compañera. Hasta que llegó a aquel pueblo costero que le recordaba mucho a su ciudad natal y se quedó.
Consiguió trabajo. Una tarde de domingo, contemplando el mar sentado en la arena vio pasar a dos adolescentes tomados de la mano. Se podía percibir el amor que se profesaban y los recuerdos lo atormentaron. Allí mismo, mirando al horizonte le pidió a María venga a por él y se fue a su casa para esperarla.
Al entrar comenzó a llover con pasión y locura…
Entrada la noche, la niebla se había apoderado de la calle y Mario seguía mirando por la ventana, esperándola.
Y de pronto, la vio brillando entre las sombras, caminando hacia a la puerta de su casa, sonriendo y con los brazos extendidos. Mario sonrió por todos los años que no lo hizo y se preparó; miró por última vez la lámpara de la abuela Nené, acomodó sus ropas y salió a la calle.
Y fue bajo la lluvia otra vez, que se miraron, sonrieron, se besaron y se abrazaron para ser solo uno otra vez en el Universo.
Se tomaron de las manos y caminando por el medio de la calle mojada y melancólica, desaparecieron bailando bajo el cálido diluvio.

Richard
Año 2013 editado 16-5-20




viernes, 8 de mayo de 2020

LA MESERA


                                                          
El cielo de Buenos Aires había amanecido gris, con un rebaño de nubes negras, cargadas de lluvia y melancolía.
El viento llegaba del sur trayendo consigo un frío que tenía ganas de quedarse.
A las siete de la mañana en punto llegó a Retiro el tren proveniente de Salta. Había comenzado el viaje el día anterior. Hizo su aparición en el andén cuando atravesó el humo, los mantos de niebla y el vapor de las locomotoras que partían.
En él estaba Carla, una bella y humilde salteña de veinte años. Venía a la gran ciudad con unos pocos pesos, una valija de cuero vieja prestada, un corazón cargado de dolor, sueños y la esperanza de ser feliz.
Bajó del tren y se asustó del ritmo febril que había en aquel lugar; gente que iba y venía sin ver, hablando por celular sin levantar la cabeza, atropellándose, con vendedores ambulantes vociferando sus productos y los mendigos pidiendo monedas o un mendrugo de pan.
Cuando pudo sobreponerse, caminó hacia el hall donde la esperaba la prima Inés. Al verla, corrió hacia ella sin que esta se percatara pues se hallaba hablando animadamente con un muchacho.
Cuando la joven escuchó su nombre, se dio vuelta y abrazó largamente a Carla que se encontraba por demás emocionada. Llevaban más de ocho años sin verse.
Luego de un rato y del brazo caminaron hacia la parada de los colectivos mientras el muchacho desaparecía entre la multitud.
Carla miraba todo, maravillada pues era la primera vez que estaba en la Capital. Su pueblo en Salta no tenía más de tres mil habitantes. La vida era por demás tranquila y silenciosa.
Al llegar a la pensión, subieron dos pisos por la escalera hasta llegar a la habitación donde se acomodaron. Luego Inés preparó el mate. Mientras lo hacía, Carla, sentada en la cama le contó que estaba embarazada de su novio preso por robar en la casa del médico del pueblo. Además, lo había herido con un tiro de pistola.
Cuando sus padres se enteraron lo del hijo, la trataron de puta y la echaron a la calle.
-Por eso te escribí prima, para saber si podías alojarme un tiempo hasta salir adelante -.
Inés sonrió, la calmó y le dijo que todo saldría bien.
En ese ínterin, ella recibió no menos de seis llamados. Todos recibieron la misma respuesta.
-Te llamo más tarde, ahora no puedo -, decía y cortaba.
Conversaron de todo, recordando la vida en el pueblo, de hombres y de trabajo.
Comieron una pizza y tomaron cerveza. Se acostaron tarde pues la charla se hizo más profunda cuando la luna se escondió.
A Carla le costó dormir con tanto ruido en la calle y los gritos en las otras habitaciones de la pensión. Estaba acostumbrada al silencio del campo.
Se despertó muy temprano a la mañana siguiente. Mientras Inés dormía, ella lavó ropa, limpió el cuarto, puso cada cosa en su lugar y quiso ir a comprar facturas para el desayuno, pero no se animó a salir sola.
Su prima se despertó a las diez y se asombró de lo hecho por Carla. Luego del abrazo tomaron mate, se vistieron y fueron a caminar por el barrio.
-Quedate tranquila Carla que ya me ocupé de vos, el lunes estarás trabajando. Un amigo te consiguió algo bueno -, le contó. Felices disfrutaron del paseo.
Y entre salidas, mates y largas charlas llegó el lunes.
A las ocho de la mañana se presentó con los dueños de un bar de la Avenida de Mayo para trabajar de mesera. Venía de parte de Román, le pidió le dijera Inés.
Enseguida le explicaron el trabajo y le pidieron comenzara.
Aprendió rápido y se ganó la aceptación. A pesar que no ganaba mucho y trabajaba doce horas, le alcanzaba para colaborar con los gastos de la pensión y guardar unos poquitos pesos debajo del colchón.
Pasó el tiempo. Cada día que pasaba se sentía cada vez más cómoda en la Capital. Solo la preocupaba la imposibilidad de ocultar sus siete meses de embarazo.
Y el día llegó. Uno de los dueños le preguntó si estaba gorda o embarazada. Ante la respuesta verdadera, este le pidió perdón, pero era imposible para ellos retenerla. Le pagaron todo lo que le debían y la despidieron. A pesar de los ruegos nada logró.
Caminó envuelta en llanto todo el trayecto hasta la pensión.
Al llegar comenzó a subir lentamente la escalera pues se sentía mal. En el primer piso tuvo que sentarse en un escalón para descansar unos minutos.
Mientras lo hacía vio como bajaba un joven, el cual le pareció cara conocida. No le costó recordar que era el mismo que estaba hablando con Inés el día del encuentro en la Estación.
Cuando llegó, entró al cuarto por demás fatigada y se asustó al encontrar a su prima allí.
-Hola…me extraña verte acá… ¿No fuiste a trabajar Inés? -, preguntó.
-Hola nena…no, no fui. Sabés que hoy no abrió el bazar. Cuando estaba por llegar me avisaron por teléfono que no vaya. Y me volví. ¿Y vos que hacés? Tendrías que estar en el bar -.
-Me despidieron por lo del embarazo -, le dijo y comenzó a llorar.
Inés corrió a abrazarla y estuvo consolándola un buen rato.
Cuando se sintió mejor, la miró y le preguntó.
¿Y vos que hacés desnuda y con portaligas? Ah, ya sé, lo vi a tu novio bajando por la escalera -, dijo sonriendo.
-Román no es mi novio Carla, no tengo novio ni me interesa tenerlo -. Confundida le preguntó el motivo.
-Porque lo único que quieren los hombres es cojer, es lo único que les interesa -.
-No Inés, no digas eso, hay hombres buenos como también hay mujeres malas. Allá en el pueblo había gente decente y de la otra y lo sabés, viviste allí. Se le conocía la historia de todos. Pueblo chico infierno grande ¿No? -, respondió Carla mientras su prima callaba.
-Decime que te pasa Inés, que te pasó, contame por favor -.
Con lágrimas en los ojos le respondió.
-Soy puta Carla, mi trabajo es ser puta. Trabajé en el bazar hasta hace tres años. Una tarde a la hora del cierre del local, el dueño una noche me violó y me echó. Siendo una provinciana, nadie me iba a creer, le iban a creer al señor comerciante por supuesto, al hijo de puta.
Busqué trabajo durante meses, pero en ninguno duraba. Mi situación era desesperante. Y fue una noche que me crucé con Román, me ofreció trabajar para él y acepté.
Me consigue hombres, les doy sexo y me da el sesenta por ciento de la tarifa que el arregla.
Y así es como sobreviví estos últimos tres años Carla, me alcanza para vivir decentemente y digamos que he ahorrado un poco, aunque no es mucho tampoco. - dijo y calló.
Carla estaba completamente desorientada pues su prima, la más inteligente del colegio que se vino a Buenos Aires para progresar, era una puta.
Se angustió sobremanera y corrió a abrazar a Inés que estaba estaqueada a la silla.
¿Te gusta el trabajo Inés? -, le preguntó con timidez.
La mujer se encogió de hombros.
-Es un trabajo, les doy sexo, me pagan y se van. No puedo pensar si me gusta o no, en esta ciudad tenés que salir adelante o sino volver a tu pueblo. Y yo no quiero regresar. No puedo, no podría mirar a nadie a los ojos. Además, que haría allá, no sé -.
- ¿A ver Inés, hasta cuándo pensás que vas a vivir de esta forma? Ahora tenés treinta años y estás bien. ¿Y a los cincuenta qué? ¿Qué balance podrás hacer de tu vida? ¡Mil tipos que pasaron por tu vagina, mil cien, seiscientos?
¿Y qué pasó con los sueños de una vida apacible, estudios, casa, familia, hijos, viajes, amigos, asados, bailes en las fiestas del pueblo, una muerte digna y un buen entierro en el viejo cementerio donde están nuestros padres y abuelos? Decime –.
Inés comenzó a llorar y abrazo a su prima con una fuerza descomunal.
No hablaron más y lloraron juntas hasta quedarse dormidas.
Cuando el sol comenzó a entrar por las rendijas de la persiana se despertaron. Sonrieron al verse pues habían tenido tiempo de tomar la decisión.
Se vistieron y fueron a Retiro a comprar dos pasajes con destino a Salta.
Embriagadas de felicidad regresaron a la pensión donde hicieron las valijas tratando de llevarse todo lo posible que no era mucho.
Una mezcla de alegría y tristeza las embargaba a ambas, más a Inés pues esa había sido su vida, quizás equivocada, en los últimos años. Sabía que extrañaría Buenos Aires, es una ciudad que todos extrañan cuando se van.  
También se sintió agradecida, pues Carla la salvó de una vida que no debía ser. Al mismo tiempo, los sueños y las esperanzas la envolvían como un manto.
Quería regresar a su ciudad, a su casa, comenzar de nuevo.
Y Carla entendió que su viaje a Buenos Aires, no había sido para forjarse un futuro allí sino para construir un mañana con su hijo y su prima Inés en su querido pueblo…
Dos años después, Carla y Luis, su pareja, corren detrás del pequeño niño, por el cerro San Bernardo, acompañada por Inés y su esposo Ezequiel. Sus rostros de felicidad no mienten, saben que tomaron la decisión correcta.

Richard
07-05-20











martes, 5 de mayo de 2020

EL PIANISTA





Cerca y lejos, fuerte y suave, abúlico y afiebrado, aletargado y vibrante,
se encuentra el pianista sentado en la oscuridad del escenario.
Mira sus largos dedos, sus únicos instrumentos para el concierto de piano.
Esos dedos versarán poesía y acariciarán el alma de una mujer.

Cuando el telón sube, se encienden los reflectores.
Todo queda a media luz y lento saltan las notas del pentagrama que
se acurrucan en el corazón de todos, trayendo recuerdos de noches sin luna
con los besos robados en algún amanecer del siglo pasado.

Las notas surgen etéreas, sutiles e invisibles, traídas por vientos cósmicos.
El público embelesado siente aquella música, pues la ve, vive esas cruentas batallas y el amor desnudo bajo las estrellas.
Los vencedores vitorean y los amantes gimen de placer carnal.

Y sigue tocando, buscando en sus acordes mágicos,
los labios para besarla, su vientre delicado y sus pechos de seda.
Hasta que llega un tiempo de paz, donde los hombres dejan de luchar,
mientras ellos continúan con las caricias sin fin y orgasmos encadenados.

Es el momento de acariciar las teclas como si fuera su piel.
Es una oda al amor, un estallido de música, pasión y color.
Ahora cierra los ojos y siente la sangre caliente galopando por el cuerpo.
Deja de tener noción del espacio y del tiempo pues solo es ella, él y la música.

Regresa al mundo pleno de dicha y cansancio.
Se pone de pie y recibe una ovación que agradece sonriendo.
La busca entre el público, la encuentra, está llorando, aplaudiendo de pie.
Es cuando arranca el corazón de su pecho y aún latiendo
se lo regala a su amor frente a todo el teatro.

Richard
05-05-20

sábado, 2 de mayo de 2020

LOS ANCIANOS



Era una noche oscura y sin luna.
Mientras la melancolía y la nostalgia arañaban el cielo negro, las estrellas apagadas se encontraban distantes y silenciosas, como dando paso a la luz de la eternidad.
Y en la cabaña perdida en el bosque añoso y sin edad, la que se encuentra entre míticas sombras y debajo de una etérea niebla, duerme la pareja de ancianos.
Según la leyenda, aquel lugar fue levantado por ángeles, en un tiempo en que el tiempo no existía.
De lejos parecía desierta y abandonada pero el humo blanco saliendo de la chimenea y los faroles a ambos lados de la puerta alumbrando con una luz rancia y amarilla, contradecían aquella suposición.
Detrás de ella, el inmenso lago, eterno y enigmático se erigía como si fuera un monumento cósmico.
El silencio era armonioso y profundo, solo interrumpido por el aullido de algún solitario lobo, el aleteo de las aves nocturnas o el ulular de los búhos.
Y fue que, en medio de aquella noche, una fuerte explosión y unos alaridos aterradores se escucharon y destrozaron la quietud del lugar. Eran sonidos lejanos y cercanos al mismo tiempo.
Los ancianos se despertaron, se levantaron y salieron a investigar, ella con un farol en cada mano, él con su escopeta descargada.
Se alejaron algunos metros de la puerta con suma cautela más no vieron nada. Solo podían sentir un fuerte olor a alcohol.
Mientras tanto, su viejo perro Tobías le ladraba al cielo negro.
Regresaron a la casa, cerraron la puerta y la anciana preparó un té caliente con miel.
Lo sirvió en un enorme tazón de losa para beberlo entre los dos, mientras platicaban.
Cuando el sueño los venció, se acostaron en su vieja cama, desvencijada por el tiempo.
A la media hora otra vez, risas estruendosas irrumpieron en medio de la noche haciendo saltar a los ancianos de su lecho.
Los animales del bosque, esta vez se hicieron escuchar y la noche se convirtió en algo caótico. Todos se quejaban.
Hasta que de pronto, se hizo un silencio sepulcral. Era como si la Nada hubiera llegado.
Más duró pocos minutos, pues el fuerte sonido de una locomotora de tren acercándose hacía que todo vibrara. Los gritos, aullidos, ululares, graznidos, rugidos eran ensordecedores.
La locomotora se sentía cada vez más cerca, lo que obligó los ancianos se abrazaran muy fuerte pues por la ventana de la cabaña podían ver como la luz brillante de un potente faro avanzaba directamente hacia ellos.
Cerraron los ojos. El tren los atravesó para luego desaparecer en la negrura del bosque.
- ¿Los contaste Lourdes?,-preguntó Amadeo.
-Sí, eran cincuenta, -
Comenzaron a mirar por la ventana el desfile de sombras atravesando el bosque. Se abrigaron y salieron con rumbo al lago donde se quedaron en la orilla.
Hombres y mujeres sin rostro, desnudos, avanzaban entre los árboles, a paso muy lento.
Eran las almas de los muertos dirigiéndose al lago para cruzar el Portal hacia el Otro lado.
Leyendas milenarias narraban la existencia de aquel mágico lugar.
Lourdes y Amadeo se quedaron presenciando como transitaban aquellas almas que se perdían en el lago en busca de la eternidad.
Fue una joven que se detuvo y se acercó a ellos.
-Hola, me llamo María. No tengo miedo, pero… ¿me acompañas por favor?, - le pidió con suma dulzura a la mujer.
Lourdes, emocionada la tomó de la mano y la acompañó.
- ¡Para eso estamos mi querida! - le respondió.
Conversaron durante algunos minutos y ya en el agua, se regalaron un largo, cálido y afectuoso abrazo.
-Muchas gracias Lourdes, me recuerdas a mi abuela, la amo. ¿Sabes? ¿La veré, no?, -
-Te está esperando María. -
Se despidieron por última vez.
Con el último que traspasó el Portal, el bosque retomó su fisonomía natural y los ancianos regresaron a su cama…

El tren había partido de la estación más al norte del país con destino la Capital.
Se encontraba al límite de su capacidad.
En el último coche, un grupo de jóvenes había organizado una fiesta donde el alcohol, las drogas y la música estridente eran los grandes protagonistas de la noche. Y fue que en un punto todo se descontroló.
Dos muchachos, sin saber lo que hacían, salieron del vagón para soltarlo del resto de la formación. Al hacerlo, el mismo quedó a la deriva en la vía y tomó gran velocidad.
Siguió su camino y se metió en un desvío prohibido pues los rieles habían sido levantados. La caída al vacío era inevitable. En segundos, se estrelló contra el fondo de las rocas.
Nadie sobrevivió. Eran cincuenta.

Richard
Año 2014
Editado 02-05-2020