Todo se tiñe de
melancolía cuando la tarde llega a su fin y la noche comienza a desplegar sus
sombras sobre la antigua ciudad.
La gente corre
para llegar temprano a sus casas y para que el frío no se les meta en el alma.
Para mi es tarde,
ya que el hielo se me metió en las venas y mi corazón apenas puede latir.
Estoy triste y
todo en mi me recuerda a ella.
Mi horario de
trabajo ordinario terminó y quiero desaparecer en algún rincón donde nadie me
encuentre.
Mi auto me espera
en la calle para llevarme a algún lugar que no será mi casa vacía. Tal vez me
lleve al barrio de la Boca, al riachuelo oscuro y sucio que alguna vez estuvo
limpio y nuestros abuelos se bañaban en él.
Con esfuerzo supero
el caos de la hora pico y recorro la tranquila y adoquinada Pedro de Mendoza.
Solo quiero llegar al legendario cabaret que ya no puede cumplir más años.
Dejo el coche
estacionado y camino hasta la antiquísima y lúgubre entrada.
Al entrar, más de
medio siglo me abofetea en la cara y la vieja y pesada puerta de madera maciza
apenas se mueve.
Consternado,
confirmo que todo está como los fundadores lo dejaron, allá, por la década del
cincuenta, aunque ahora en ruinas.
Traspasar la vieja
y pesada cortina para llegar al salón deja una sensación de temor.
Adentro está demasiado
oscuro, rancio, amarillento y la mitad de las bombillas de luz están apagadas,
tal vez quemadas quien sabe desde cuándo.
Los olores a
humedad, alcohol y perfumes baratos marean.
A pesar de todo busco
una mesa entre muchas vacías y me siento en una silla que se tambalea, recién en
la cuarta me quedé pues no se movía.
Somos cinco los parroquianos;
dos borrachos, cada uno en su mesa con la mirada perdida y la vida más perdida,
un marinero con una de las putas de allí y yo que acabo de llegar, solo. Me
entretengo mirando a la pareja, él, un muchacho joven, ella no tan joven, pero
con más años en su alma que en su espalda.
En un momento,
ella saca una enorme teta de su diminuto corpiño y se la pone en la boca al
muchacho que bebe con pasión.
A los pocos
minutos se levantan y se van al reservado donde por unos pesos, el sexo barato
y dudoso aliviará las necesidades del joven y las arcas de aquella mujer que
solo le quedó ser puta en un cabaret de mala muerte.
Me quedé pensando
en la vida de esa mujer cuando otra, de unos cincuenta años y con una falda
diminuta que no dejaba nada a la imaginación, me saluda de mala gana y me
pregunta que quiero tomar. Le pido un whisky doble. Al girar para irse es
cuando su culo al aire queda expuesto y me doy cuenta de los estragos que
provoca el tiempo en la gente.
Mientras aguardo
mi bebida, escucho como de un viejo tocadiscos sonaba mal una buena canción de
Miles Davis.
Pero de pronto se
hizo un silencio aterrador y un señor de dudosa masculinidad se para en el
centro de un pequeño escenario.
Con voz muy aguda
y gestos ampulosos presenta a Carla, la voz del jazz.
No sabía que había
un show en vivo y me provocó cierta alegría saberlo.
En ese momento la
camarera me dejó el vaso de whisky sobre la mesa.
Bebí un trago, encendí
un cigarrillo negro y aguardé a que apareciera la cantante.
Tardó varios
minutos en salir de atrás de un roído cortinado verde.
Todo quedó en
penumbras y solo una silueta gloriosa se recortaba en la plataforma.
Comenzaron a sonar
los instrumentos de una vieja canción de Ella FitzGerald por aquella reliquia
que era el tocadiscos.
Ella comenzó a
cantar mientras una somnolienta luz la alumbraba malamente.
A su alrededor, los
fantasmas, demonios, monstruos y recuerdos en blanco y negro se escondieron en
la oscuridad para escucharla.
Tenía la voz de un
ángel caído del cielo, sus sentimientos volaban a su alrededor iluminando aquel
antro, era una luz pura perdida en el Quinto Infierno.
En un momento
levantó la vista y nos miramos, sus ojos estaban inundados de miles de
tristezas y cientos de dolores.
Y a pesar de todo,
estaba allí, de pie cantando un tema de Ella, para cinco muertos en vida, o cuatro,
quizás el marinero aún no.
Cuando terminó la
canción me paré para aplaudir. Nadie más lo hizo.
Ella apenas me
sonrió y continuó con el show que constaba de cinco canciones de cantantes de
jazz, la FitzGerald, la Simone, Lizzie Miles, Peggy Lee y Bárbara Lea.
No pude dejar de
aplaudir de pie con cada canción mientras la pareja seguía cogiendo en el
reservado y los borrachos dormían sobre las mesas.
En el final ella
me agradeció y me acerque para decirle:
-Carla, quiero que
sepas que sos una cantante asombrosa. Deberías estar cantando en los mejores
clubes de Buenos Aires. -
Ella me miró con
tierna tristeza, me acarició la mejilla y me dijo:
-No te mueras mi
amor, despertate y viví que tenés mucho porque vivir y aprender todavía.-
Al abrir los ojos,
pude ver que estaba acostado y percibí que apenas me podía mover.
Giré mi cabeza
hacia la puerta de aquel cuarto de hospital y vi a mis hijos de pie hablando
con el médico.
-Fue una pareja
que vio como el coche se hundía en el riachuelo y llamó inmediatamente a la policía
y bomberos. Lo sacaron medio muerto, pero pudimos traerlo de vuelta. -
Mis hijos escuchaban
con atención y no se dieron cuenta que yo también había oído la conversación.
Miré hacia el lado
de la ventana y sobre la pequeña mesa estaba la foto de Carla y yo cuando nos
casamos. Mi hija la había dejado allí…
F
I N
Richard
20-05-19