Eran las doce de
la noche y estaba transitando con mi auto, la autopista Veinticinco de Mayo a
la velocidad de siempre, ciento veinte kilómetros por hora, tal vez un poco
más.
Rebasaba los pocos
vehículos que a esa hora transitaban mientras veía pasar los faroles de luz con
rapidez, cada vez más.
Conducía quizás
algo cansado mientras mi cabeza y mi alma me sumergían en recuerdos.
De pronto la
nostalgia que signó para siempre mi existencia me apresó y no me soltó.
Recordé cuando en
la década de mis treinta años, regresaba de mi trabajo en aquel entonces a mi
casa por la misma autopista, soñando despierto con mi hija de cinco años y mi
hijo de ocho.
Volaba en aquel
Ford Taunus verde para verlos, escucharlos, abrazarlos, besarlos.
Era llegar a la
casa, saludar a la mujer que me había hecho hombre con aquellos dos hijos y
extender los brazos para que mi niña venga corriendo a abrazarme y besarme,
preguntarme cosas inverosímiles y enseñarme los dibujos que había hecho y
pintado con los colores del arco iris.
Luego mi hijo
dejaba sus juegos de video, me abrazaba, conversábamos unos minutos y regresaba
a sus batallas.
Entonces me
sentaba en el sillón y mi niña que quería jugar conmigo y mi hijo que quería
jugar un partido de fútbol en la PC. Abrumado por la felicidad intentaba
complacer a ambos.
Aunque sumido en
aquellos recuerdos pude ver las luces de los faroles se hacían una sola.
Llegué a mi casa
casi sin darme cuenta.
Al bajar veo que
no estaba en mi camioneta, sino que estaba cerrando las puertas de mi viejo
Taunus.
También vi que me
había detenido en mi vieja casa que estaba tal cual la recordaba. No podía
explicar lo que ocurría, pero seguí adelante.
Al abrir la puerta
de calle, la veo salir corriendo a mi encuentro a mi bella niña de cinco años
para colmarme de besos y abrazos. Detrás mi amado hijo con su bicicleta para
saludarme y pedirme permiso para andar unos minutos por la vereda. Hacía calor
por lo que le dije que sí.
Cuando entramos a
la casa, lo primero que hice fue saludar a Inés con un beso para luego correr
al baño pues estaba muy urgido. Al terminar, me incliné en la bacha para
lavarme las manos y me miré en el espejo…
Tenía el cabello
negro, largo, barba tupida y la lozanía típica de los treinta años.
Mis cabellos
blancos y las arrugas habían desaparecido.
Feliz, salí con
prisa y abracé con todas mis fuerzas a mis dos hijos, mi Universo.
Fue el sueño más
feliz que pude haber mantenido mientras manejaba...
Para mis hijos
Richard
02-05-19
Maravillosa historia.
ResponderBorrarY qué tierno de tu parte dedicarla a tus hijos.
Te felicito por tu hermosa alma...
Un grande saludo para tí.